A Camilo, que anduvo en esto
La calle no sólo es una relación social: en el capitalismo contemporáneo se ha convertido en una plataforma productiva a cielo abierto. En una investigación que realizamos estudiando las condiciones de trabajo de operadores urbanos en la ciudad de Aguascalientes, lo que hace más de una década aparecía con nitidez en el trabajo de los operadores de autobuses urbanos -jornadas extensas, presión por el tiempo, desgaste físico y producción social de accidentes-, hoy se radicaliza en el trabajo de reparto por aplicación, donde la precarización deja de ser un efecto colateral para convertirse en principio organizador del trabajo.
Al referirme a las plataformas digitales, he insistido en este espacio en un punto clave: no es la tecnología la que precariza el trabajo, la precariedad es la condición que permite el despliegue de estas tecnologías. El reparto por aplicación se monta sobre una tierra arrasada por décadas de flexibilización laboral, informalidad y debilitamiento de derechos. Este sótano, en que no hay luz sobre las condiciones jurídicas de protección al trabajo, se constituye en terreno fértil para la subordinación; el algoritmo no organiza el trabajo para proteger al trabajador, sino para extraer rendimiento, acelerar ritmos y trasladar el riesgo íntegramente al cuerpo del repartidor.
La analogía con los operadores de los “asientos calientes” (por el efecto de las largas jornadas) es directa. En Tras el volante, el accidente no era una desviación, sino el resultado lógico de jornadas de hasta 16 horas, ausencia de pausas reales y presión constante por cumplir la ruta. El cansancio, la fatiga y la distracción no eran fallas individuales, sino efectos estructurales del proceso de trabajo. Pero podemos poner atención en una diferencia nada menor: la diferencia más brutal entre los operarios del transporte urbano y el destacamento de trabajadores de reparto por plataforma reside en la desprotección. Mientras los choferes de transporte público, con todas sus carencias, se encontraban formalmente insertos en una relación laboral reconocida, los repartidores de plataformas operan en una red sin protección jurídica, en el limbo. Las muertes de Edgar Zapata, Franco Almada o Emma Joncka, parte de los caídos, no son presentadas por las empresas como accidentes de trabajo, sino como infortunios individuales. Los sindicatos de repartidores lo dicen sin rodeos: se trata de “asesinatos laborales”, producidos por condiciones de trabajo que exponen deliberadamente la vida de los trabajadores.
Por ello, ahora podemos subrayar, matizando frente a los operadores del transporte colectivo, que en el reparto por aplicación ocurre lo mismo, sólo que con un ropaje distinto. El trabajo a destajo —pago por pedido— reinstala una forma histórica de explotación que se creía superada. Cada entrega se convierte en una unidad de supervivencia. La tarifa baja obliga a multiplicar pedidos, a acelerar, a asumir riesgos, a pasar el semáforo en rojo. El tiempo deja de ser vivido como duración y se transforma en amenaza: si no se corre, no se cobra; si se corre, se arriesga la vida.
En mis reflexiones sobre precarización he señalado que la plataformización del trabajo no elimina al patrón: lo vuelve ilegible. En lugar de un supervisor visible, aparece una aplicación que asigna tareas, mide desempeño y sanciona retrasos. Esta forma de control algorítmico reproduce, con mayor eficacia, la presión que en el transporte urbano ejercían los concesionarios a través del tiempo de recorrido y el número de corridas. Sin embargo, el resultado es el mismo: la intensificación del trabajo y la normalización del riesgo.
La calle, como espacio multifuncional, concentra estas tensiones. En ella se trabaja, se come mal, se descansa poco y se circula cansado (a veces muy cansado). Para los operadores de autobuses, el vehículo se convertía en comedor, baño improvisado y lugar de reposo fugaz. Para los repartidores, la mochila térmica y la motocicleta o bicicleta cumplen una función similar: son extensión del cuerpo y del tiempo de trabajo. En ambos casos, la ciudad se transforma en una jornada laboral colectiva, atravesada por fisuras que se traducen en accidentes y muertes.
La muerte de repartidores mientras trabajan -impactados por trenes, autobuses, automóviles, motos- no puede seguir siendo narrada como una sucesión de tragedias individuales. Se trata de muertes socialmente producidas, inscritas en un modelo de negocio que maximiza ganancias externalizando costos humanos. Cuando las empresas se desentienden de la protección, cuando no hay seguros frente a los riesgos de trabajo, cuando no hay salario garantizado ni jornada regulada, la muerte deja de ser un accidente y se convierte en una posibilidad real, estructural del trabajo. Para consolidar este argumento, escribíamos hace más de una decena de años, es pertinente pensar al “accidente” no solamente como un hecho azaroso, como ese hecho o accidente “que se presenta –sin desearlo, sin pensarlo- y que tiene como consecuencia un daño” (Flores, 1990), sino sobre todo como un hecho socialmente construido. Su producción obedece a que es el resultado de múltiples actividades humanas articuladas. Ésta es una forma de entender el problema que se distancia de miradas convencionales en las que el accidente es visto como un acto fortuito, porque se produjo sin intencionalidad.
En este punto, la continuidad histórica es brutal. Ayer, el operador agotado que manejaba un autobús lleno de pasajeros; hoy, el repartidor apurado que cruza una avenida congestionada mirando el celular (instrumento de trabajo y distractor al mismo tiempo). Cambian los dispositivos, pero persiste una misma lógica de fondo: trabajo intenso, destajo, presión por el tiempo y transferencia del riesgo al trabajador. La plataforma no corrige la precariedad: la perfecciona en todos sus detalles.
Pensar la calle como fábrica digital obliga, entonces, a repensar la precarización más allá del empleo formal o informal. Se trata de una precarización de la vida, donde el tiempo, el cuerpo y la seguridad se ponen en juego pedido tras pedido, corrida tras corrida. Mientras no se rompa esta lógica, seguirán sumándose nombres propios a la lista de accidentes “viales” que, en realidad, son expresiones de un mismo fenómeno: la subordinación extrema del trabajo en la ciudad del presente.
Regresamos a una preocupación doble: la tecnología no es neutral y la muerte se vuelve costo operativo. Insistir en la supuesta neutralidad de la tecnología resulta, a esta altura, una coartada difícil de sostener. Ni ayer ni hoy los accidentes en la calle pueden explicarse como fatalidades. En Tras el volante, la evidencia era clara: jornadas de hasta 16 horas diarias, seis o siete días a la semana, presión constante por el tiempo y fatiga acumulada producían un escenario donde el accidente era previsible. Hoy, en el trabajo de reparto por aplicaciones, esa lógica no sólo persiste, sino que se radicaliza bajo el discurso de la innovación y la flexibilidad.
En México, organizaciones de repartidores, y estudios que conservan su vigencia, muestran que al menos cinco de cada diez trabajadores de plataformas han sufrido algún accidente vial (caídas, raspones, impactos menores o sin consecuencias fatales), una proporción de accidentalidad muy superior al promedio de otros sectores laborales. En Argentina, sindicatos y colectivos como SiTraRepA y Ni Un Repartidor Menos vienen denunciando desde hace años un patrón similar: largas jornadas, pago por pedido, presión algorítmica y ausencia de cobertura efectiva ante accidentes graves o mortales. Como se apuntó, las muertes de repartidores en circunstancias diversas no son hechos aislados: son la expresión extrema de un modelo que convierte el riesgo en parte del salario y la calle en espacio de sacrificio cotidiano.
En estos casos específicos, la tecnología, como parte de las condiciones de trabajo, no actúa como herramienta emancipadora, sino como dispositivo de intensificación del trabajo. El algoritmo asigna pedidos, mide tiempos y sanciona demoras, pero no se hace cargo del cansancio, del tráfico, de la lluvia, de los intercambios violentos con otros usuarios de la ciudad (“Me verás volar por la ciudad de la furia, donde nadie sabe nada de mí, y yo soy parte de todos […] me verás caer como un ave de presa”) ni del cruce de las vías del tren. La precariedad no es un efecto no deseado del sistema: es su condición de funcionamiento. En las plataformas, el capital digital no elimina la explotación; la despersonaliza, la vuelve opaca y la presenta como elección individual (¿decisión individual de la agenda de trabajo o dictadura de las condiciones económicas necesarias para la reproducción?).
La calle, convertida en espacio de trabajo a cielo abierto, condensa esta contradicción. Allí donde circulan mercancías y personas, también circula la desigualdad. Mientras las plataformas celebran eficiencia y competitividad, los trabajadores ponen el cuerpo, el tiempo y, en no pocos casos, la vida. Reconocer que la tecnología no es neutral implica aceptar una verdad incómoda: cuando un repartidor muere trabajando, no es solamente la ciudad la que falla, diagramada y revestida de la lógica del capital (tránsito perenne de mercancías, subsumiendo a los trabajadores en esta categoría), sino concretamente un modelo productivo que naturaliza la exposición al riesgo.
Cerrar los ojos ante esta realidad equivale a aceptar que la muerte forme parte del costo operativo (La muerte tiene permiso, en manos de administradores ilegibles). Pero si los abrimos, y vemos y comprendemos, este ejercicio nos obliga a repensar las condiciones de trabajo, la necesidad de la regulación estatal y el lugar de la
tecnología en la organización de la vida social. Mientras el algoritmo siga marcando el ritmo y la precariedad siga siendo la regla, la calle seguirá siendo, para miles de trabajadores, no sólo un espacio de tránsito, sino un escenario donde trabajar puede significar no volver a casa, dejar la piel en el asfalto.
PS. Palestina libre
(UAM) alexpinosa@hotmail.com

