Ayer se conmemoró el Día Internacional de las Víctimas de Desaparición Forzada. Este día es muy importante, pues obliga a los Estados a reconocer que estas prácticas violatorias de los derechos humanos han sido históricamente instrumentos de control político y económico en el que, en muchas ocasiones, las estructuras del Estado han estado involucradas.

En México, la desaparición forzada fue una práctica sistemática y continua del Estado mexicano durante los años sesenta y setenta que, años después, tras la declaratoria de la llamada guerra contra el narcotráfico, se transfirió a la delincuencia organizada, acompañada de corrupción y complicidades de distintas autoridades. Ha tenido como consecuencia que en nuestro territorio en el que día a día se registren fosas clandestinas, cuerpos sin identificar en fosas comunes y decenas de personas sin localizar.

El Estado mexicano ratificó en 2008 la Convención Internacional sobre la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, asumiendo los principios para resarcir, prevenir y castigar estas prácticas. Sin embargo, esto se mantuvo en el papel por mucho tiempo. Fue hasta 2020, que se reconoció la competencia del Comité contra la Desaparición Forzada para conocer de casos particulares en nuestro país.

Actualmente convergen dos crisis humanitarias, la de desaparición y no localización de poco más de 91 mil personas, junto con una crisis forense, donde miles de cuerpos en fosas comunes o servicios forenses de los estados se encuentran sin identificar. En respuesta este gobierno ha fortalecido las capacidades institucionales del Sistema Nacional de Búsqueda, de la Comisión Nacional, de la Comisiones Locales de Búsqueda y de algunos servicios forenses. Creó, además, junto con familias y organismos nacionales e internacionales, el Mecanismo Extraordinario de Identificación Forense, cuyo Grupo Coordinador fue presentado el día de ayer.

Los avances a la fecha son, sin duda, resultado del trabajo que durante años de ausencia de las instituciones del Estado realizaron las familias, los colectivos de buscadoras y las personas que las han acompañado en la búsqueda de sus seres queridos, reivindicando el derecho de recobrar la identidad de sus familiares, con un trato digno, convencidos, como las mujeres buscadoras han sostenido, que la dignidad humana no termina con la muerte.

Uno de los pendientes es romper la pereza y las inercias institucionales, estatales y municipales, para fortalecer la identificación humana y el regreso a casa de las personas que lamentablemente han sido localizadas sin vida, restituyendo un derecho humano primario, dotarles de identidad y, con ello, de su derecho a reencontrarse con sus seres queridos.

En estas búsquedas colectivas y en sus hallazgos, es preciso abatir la impunidad y los pactos de silencio. Dar visibilidad, rostro, a las personas desaparecidas nos humaniza, permite romper con el estigma que se creó a partir de la mal llamada guerra contra el narcotráfico, que de manera irresponsable vinculaba a las víctimas con la delincuencia o las asumía como daños colaterales.

Es preciso comprender que el fenómeno delictivo de la desaparición se refiere a uno de los más profundos agravios contra seres humanos, no se trata de cifras o estadísticas. El reconocer la gravedad de este problema permite fortalecer la defensa y garantía de nuestros derechos, asumir esta crisis a través de las mujeres y hombres, niñas, niños y adolescentes con historias, con sueños, con familias que hoy las buscan hasta encontrarles, defiende y protege al conjunto de nuestra sociedad.

Falta mucho por hacer y no debe de haber complacencia alguna. Garantizar los derechos humanos de las personas desaparecidas exige resultados puntuales, por lo que seguiremos trabajando con la centralidad de las familias de las víctimas, con los colectivos en la búsqueda e identificación y el retorno digno de sus familiares a casa.

Subsecretario de Derechos Humanos Población y Migración

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