Por: Alejandro Alemán

Una de las características más apreciables del cine de terror es su facilidad para hacer crítica social y salirse con la suya. Los zombies de Romero eran una hermosa analogía sobre el ser humano alienado, Night of The Living Dead (1968) generaba comentarios raciales (el personaje con más juego en el filme era un hombre de color), Invasion of the Body Snatchers (1978) tiene un subtexto anticomunista, They Live (1988) es un gran “fuck you” a las reagonomics, y así por el estilo.

El cine de terror bien hecho no sólo conecta buenos sustos y genera culto sino que además se sale con la suya poniendo en la mesa temas sociales casi de manera vedada aunque no necesariamente sutil.

Uno de esos temas que el terror se ha atrevido a criticar es la idea de la maternidad como el estado ideal de la mujer. Ya desde el clásico The Exorcist (1973), veíamos a una madre que vivía con el enemigo en casa: su dulce hija Reagan (siempre me he preguntado si eso es una especie de broma o qué) está poseída por el demonio. Su madre (espectacular Ellen Burstyn) no sabe qué hacer hasta que recurre a un exorcismo. El padre, por cierto, está ausente.

Por supuesto, años antes Polanski nos había regalado a otra madre atribulada con el clásico Rosemary’s Baby (1968), donde una impresionante Mia Farrow terminaría engendrando al hijo del demonio.

Más recientemente destacan ejemplos como Babadook (2014) y Hereditary (2018) donde queda claro que la maternidad no es en absoluto un paseo por el parque o la experiencia mayúscula reveladora que toda madre debe experimentar.

Algo de esta crítica a la maternidad como estado primordial de la mujer hay en Z (2019), cinta de terror de reciente estreno dirigida y escrita por el joven cineasta Brandon Christensen con apenas dos largometrajes en su haber y un puñado de cortometrajes, todos ellos en el género de terror.

En Z conocemos a la típica familia nuclear que vive en algún suburbio de los Estados Unidos. Beth (una muy solvente Keegan Connor) es la madre del pequeño Joshua (Jett Klyne, muy en su papel) y junto con Kevin (Sean Roberson) parece que arman la familia ideal.

La cosa es que Joshua tiene un amigo imaginario al que llama Z. Ambos “juegan” todo el día, al grado que cuando Beth lleva a su hijo a dormir, este le da las buenas noches a Z. La devoción del niño por su amigo empieza a rallar lo enfermizo cuando por culpa de ello es expulsado de la escuela.

Por supuesto (cliché obliga) el amigo imaginario no es tan imaginario. Un día Joshua pinta en la pared, con gis negro, a una tétrica figura delgada, calva, de mirada penetrante, vestida con harapos. “Es Z”, dice el niño.

Habría que reconocerle al director y guionista de esta cinta que, aunque esto podría ser un festival de jump scares, la película maneja cierta contención y prefiere crear atmósferas y sugerir antes que mostrar, generando una tensión que va in crescendo por todo el filme.

Y aunque el fin último de la película no es sino conectar unos buenos sustos para que el respetable brinque de su butaca y en el mejor de los casos tenga pesadillas regresando del cine (cosa fácil en este 2020, debiera agregar) la primera mitad del filme destaca justo por el papel de Beth, la mamá que a pesar de que es un ama de casa vivirá la invasión de este amigo imaginario como ninguna otra, ya que su esposo (para no variar) no sólo se hace de la vista gorda sino que se burla de sus temores.

Así pues, tenemos de nueva cuenta esa crítica a la maternidad como páramo absoluto de la mujer. Beth, a pesar de estar casada, está sola en ese infierno donde ve de frente la posibilidad no sólo de ser acechada por un ente demoníaco sino que además sea madre de un potencial monstruo.

Pero claro, Brandon Christensen está aún a años luz de los cineastas y trabajos antes mencionados: si bien atina a hacer la primera mitad de su filme en un cuestionamiento sobre la maternidad, la segunda parte se entrega al placer de los sustos llanos con un tufo a episodio de La Dimensión Desconocida.

El cierra deja la impresión de una cinta bien hecha, mejor actuada, pero sin mayores ambiciones. En el mejor de los casos estamos ante un cineasta al que hay que seguirle la pista para comprobar si despega o se convierte uno más del montón.

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