Al final (que también es el inicio) de Inside Llewyn Davis (Ethan & Joel Coen, 2013), hemos ya recorrido un episodio en la vida de su patético y solitario protagonista (interpretado por Oscar Isaac), un desafortunado cantante de folk al que nada parece salirle bien a pesar que en su mente cree que es un genio de la música.

Como última humillación del cruel guión (¡qué novedad!) de los hermanos Coen, Llewyn Davis yace en el piso, golpeado luego de ponerse mala copa en el bar en el que canta, de fondo escuchamos que el siguiente número lo interpreta un joven nuevo, un tal Bob Dylan.

En esta gran parábola sobre el fracaso, los Coen recalcan el hecho de que no es suficiente la voluntad (el clásico “echarle ganitas”), sino que el camino hacia la gloria está pavimentado de suerte, pero sobre todo y sin falta, de talento. Podemos estar a lado del mismísimo Bob Dylan, pero el rayo de la gloria eterna caerá solo sobre uno, aquel con más talento, con más suerte, con más obra.

En su segunda cinta como director, el también guionista Chaitanya Tamhane trata temas similares, con mucho menos humor que los Coen, pero probablemente con mucha más crueldad.

Estrenada casi en secreto en la plataforma de Netflix, El Discípulo (India, 2020) es un estudio de personaje sobre un joven de 24 años llamado Sharad (Aditya Modak), que es un devoto y determinado estudiante de música clásica india al que desde pequeño su padre le inculcó el gusto y respeto por este tipo de cantos, que no muchos saben apreciar en su debida importancia ni en las formas tan sutiles en las cuáles una de estas obras puede interpretarse de manera incorrecta.

En el camino a la perfección lo guía su admirado gurú (Arun Dravid), experto en esta tradición musical, quien incluso rechazó en su momento la fama con tal de continuar el legado Anwar a través de sus alumnos.

Sharad se dedica día y noche a perfeccionar su arte. El compromiso es tal que renuncia incluso a tener un trabajo estable o relación amorosa alguna. El camino a la divinidad que implica ser un maestro en el canto exige esa férrea disciplina.

En las noches, cuando se traslada con su motocicleta, Sharad va escuchando -casi en trance- mediante sus audífonos, las clases de la legendaria Maai: mítica cantante que según la leyenda nunca accedió a que se grabaran sus interpretaciones, jamás se presentó frente a un auditorio y que solo cantaba para unos cuantos elegidos, en su casa.

En dichas grabaciones, la cantante hace resumen de lo que parece es el decálogo de aquellos que busquen ser los mejores cantantes: “dominar la técnica no te hace dominar la verdad, no debes preocuparte por el público y mucho menos tratar de complacerlo, codearte con talentosos no te da talento”, y muchas perlas más de sabiduría.

Pero la devoción de Sharad, a su gurú, a sus ídolos, y a la música misma, no parece rendir frutos. Convencido de que él es el mejor, y que entiende la música como nadie, entra a un concurso y no queda ni en tercer lugar. Recibe las interminables correcciones de su gurú quien siempre le encuentra algún defecto a su interpretación y se frustra cuando en la tele ve cómo una intérprete (que a sus ojos es bastante mediocre) triunfa en un concurso.

Con un ritmo pausado, de planos fijos que muestran los espacios en un solo vistazo, el director Chaitanya Tamhane insiste en varios momentos musicales que poco a poco se vuelven tediosos, pero que no son sino la antesala al gran giro de la trama. Sarad, como Llewyn aprenderán de la peor forma que no vale de nada el esfuerzo, las ganas, incluso la dedicación: si no se tiene el talento, no pasará nada.

La cinta es producida por Alfonso Cuarón. En entrevistas, el director mexicano no sólo se ve entusiasmado por la película (estuvo presente en gran parte de la filmación) sino que incluso considera a Chaitanya Tamhane como su amigo.

¿Qué fue lo que le llamó la atención a Cuarón de este relato? No lo sé, pero al escuchar las grandilocuentes palabras de la mítica (y al parecer falsa) Maai no pude sino pensar que su interminable monólogo describe el camino y los miedos del cineasta: ensimismarse en la técnica, preocuparse por las críticas del público, dejarse llevar por la fama y el dinero, etc.

Y aunque con lujo de crueldad el guión de Tamhane destruye todo lo que Sharad (y nosotros) dábamos por cierto (enorme escena donde el protagonista platica con un crítico que le hace ver la verdad), no dejo de pensar que en medio de toda esta historia está también un poco de la experiencia del joven Chaitanya Tamhane y en una de esas hasta de su gurú, Alfonso Cuarón.

Solo esperemos que la vida no le sea tan cruel, como Tamhane sí lo es con sus propios personajes.

Google News