“No puedo describir la obscenidad, pero la reconozco cuando la veo”. La frase pertenece al juez de la suprema corte norteamericana, Potter Stewart, que si bien la usó como parte de su alegato para declarar inocente a una película acusada de ser “obscena” (todo ello en la década de los sesenta), la frase ilustra muy bien la relatividad de los censores: lo que para algunos es obsceno, para otros no, y conforme pasan los años, la definición misma de lo ofensivo e inmoral va cambiando.

Esta relatividad de términos es parte de lo que muestra Circus of Books, ópera prima documental de la directora Rachel Mason donde nos cuenta la historia de sus padres, un adorable matrimonio de viejecitos judíos que durante treinta años han llevado el pan y la mantequilla a casa mediante un negocio muy particular.

En 1976, Karen y Barry Mason, recién casados y esperando un hijo, caen en crisis económica. Ella era reportera, él era inventor y técnico de efectos especiales (¡estudió junto con Jim Morrison!, ¡trabajó en los efectos de 2001: Odisea del Espacio!).

Sin dinero, un día contestan un anuncio que vieron publicado en el periódico: Larry Flynt, el famoso editor de la revista porno Hustler, buscaba distribuidores para su revista. Viendo que se trataba de un negocio fácil y redituable, el entonces joven matrimonio no sólo distribuye esa revista, sino muchas otras más, incluyendo títulos de porno duro gay. Todo ello lo vendían en su propio local, una librería llamada Circus of Books.

El lugar se volvió referencia obligada para el movimiento gay de la época en California. Prácticamente no había homosexual que no conociera el lugar: un amplio local donde se encontraba de todo clase de revistas, películas y hasta juguetes sexuales. La atención era fraternal y sin prejuicios. Un lugar que -como describen los testimonios- se convertía en una experiencia liberadora y hasta reconfortante: se trataba de un sitio donde los clientes no sólo descubren que no son los únicos, sino que además nadie los juzgaba por ello.

Lo inusual, dado el giro de la empresa, eran justo sus dueños. Este par de judíos donde el tambor batiente lo daba la madre, Karen, mujer luchona y de autoridad, pero con gran trato humano y a la cual sus empleados lo mismo la respetaban que la querían como una segunda madre. Y claro, está su esposo, Barry, siempre con una sonrisa, afable y al que todos reconocían como la parte pasiva del matrimonio. “Tal vez no tendría que estar diciendo esto a cuadro pero quien lleva los pantalones no es el señor Barry”, dice uno de sus más veteranos empleados en el local.

Y más raro aún: se trataba de dos personas serias, honorables y respetables, que no trataban de transar a nadie. Todas ellas cualidades que al parecer no eran comunes en la industria, lo cual abonó aún más a su éxito.

Así, la cineasta se da a la tarea de rescatar viejas cintas y fotos del álbum familiar, así como entrevistar a sus padres y hermanos sobre la experiencia de saber que, el negocio de su familia, aquello que les había dado de comer y los había llevado hasta la universidad, era el porno.

Desde los días de gloria cuando las revistas y videos se vendían como pan caliente, pasando por el momento en que los dueños se volvieron productores de cine porno, hasta ser partícipes activos del movimiento pro los derechos de la comunidad y en contra de las redadas ilegales. Incluyendo, claro, el inevitable juicio moral de las autoridades censoras y mojigatas de la época, quienes catalogaron al bonachón y sonriente Barry, como un criminal que estuvo a nada de ir a la cárcel por vender revistas.

La directora narra con notable cuidado las implicaciones derivadas de ser padres de unos “pornógrafos”, de mantener a salvo el “penoso” secreto de la familia, y claro, el orgullo posterior por ser parte no sólo de la lucha por los derechos LGTB, sino también por la admirable batalla que ambos dieron en pos de la libertad de expresión y el respeto a las libertades constitucionales.

Porque así es esto de la censura, la mojigatería y el rasgado de vestiduras moral: los que ayer eran perseguidos, señalados y tildados de criminales, hoy son reconocidos en su justa dimensión, en su extraordinario valor como ser humanos, y en su increíble osadía: ser libres y felices.

El documental se encuentra disponible en Netflix.

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