Algo se ha roto y se ha agotado en la manera en la que habitamos el mundo. Las noticias se superponen como capas de violencia, el algoritmo exige atención constante y la realidad parece un territorio inhóspito.
Frente a ese paisaje, muchos creadores no están gritando más fuerte. Están desplazando la mirada.En este contexto, la espiritualidad vuelve a aparecer como postura creativa. No como dogma, sino como experiencia íntima. Como pregunta. Como refugio.
Con esta sintonía se inscribe LUX, de la cantante española Rosalía, uno de los álbumes más celebrados del momento cuyo impacto dice tanto del disco como del tiempo que lo recibe.
Más allá del nombre propio, funciona como síntoma de una sensibilidad extendida: la necesidad de luz en medio de la saturación. No es una tendencia aislada, es un clima totalmente compartido.
En la música escuchamos propuestas como ésta, que se alejan del golpe inmediato para explorar la voz desnuda, la emoción. Cantar ya no como exhibición, sino para sostener algo frágil. Se trata de búsqueda, no de respuestas.
El cine también se mueve en esa dirección. Filmes recién estrendos como Los domingos, de la directora vasca Alauda Ruiz de Azúa, se detiene en lo íntimo, en la fe entendida no como certeza, sino como herencia emocional. No hay épica ni revelaciones, sólo personajes atravesados por preguntas que no se resuelven del todo.
Algo similar se percibe en Frankenstein, de Guillermo del Toro, una relectura menos interesada en el horror que en la dimensión ética de la creación. La responsabilidad del padre, la deuda de dar vida. Crear como acto que compromete.
Dentro de esa misma línea se encuentran películas contemporáneas como Perfect days, de Wim Wenders, All of us strangers, de Andrew Haigh, o La habitación de al lado, de Pedro Almodóvar, que insisten en la misma lógica: relatos donde el sentido no irrumpe como revelación, sino que se construye en el tiempo, en el cuidado, en los gestos mínimos. Un cine que confía en el silencio y en la emoción no subrayada.
No es casual ni inocente que el Papa León XIV convocara hace poco a distintos cineastas a pensar su responsabilidad creativa desde la conciencia del relato: qué se muestra, qué se omite, qué se legitima.
La iniciativa es reveladora. Incluso las instituciones más antiguas parecen entender que la cultura sigue siendo un gran espacio donde se disputa el significado y que es importante entender cómo los creadores de distintas disciplinas reaccionan al mismo contexto: un tiempo cada vez más violento, desigual y cínico.
La saturación de imágenes no ha traído claridad, sino anestesia. Volver a lo espiritual no es una actitud conservadora, es política. Elegir profundidad cuando todo empuja a la superficie es una forma de resistencia. Porque negarse a simplificar la experiencia humana incomoda y la creación que busca sentido no huye de la realidad, la enfrenta desde otro lugar.
En tiempos oscuros, el arte no está para tranquilizar conciencias ni para ofrecer finales felices, sino para sostener la pregunta cuando todo invita a dejar de hacerla.

