La Casa Blanca 3 – La Unión Europea 0. Los números difícilmente andan solos. Necesitan de las palabras. De hecho, para la lingüística los números son palabras: adjetivos. En todo caso, una buena argumentación suele hoy acompañarse de números y letras.

Las recientes negociaciones dejan concretarse en un marcador deportivo. Estados Unidos anotó tres goles o tres carreras: 1) aranceles sin respuesta equivalente, 2) ventas masivas de armas y 3) ventas asimismo masivas de energía a una Unión que hubiera hecho bien en tener como negociadora a una figura con la personalidad de Margaret Thatcher o Isabel I de Inglaterra o incluso la propia Ángela Merkel, si de alemanas se trataba.

Sin duda, las negociaciones de este fin de semana nos recuerdan que una superpotencia se define por las fichas de que dispone y por la forma en que las juega. La Unión Europea tiene más habitantes que Estados Unidos y exhibe algunos rubros de producción industrial y de bienestar muy superiores a los del país norteamericano. En todo caso, la dependencia ante el gas eslavo (propiciada o ampliada, eso sí, por la señora Merkel) señaló un punto débil en su propia defensa, bien aprovechado este fin de semana por el contrincante procedente de Washington.

“Los números no mienten”, asegura la frase hecha. Merecería advertírsele a la frase hecha que los humanos sí mentimos. Y a veces mentimos con números. Y a veces incluso, como un viejo presidente de la República, llegamos a mentir con la verdad. En un punto intermedio entre la verdad y la mentira se encuentran las palabras que son útiles para interpretar los hechos y para ajustarlos a nuestros propios intereses; en este caso concreto, las palabras le sirven a la negociadora europea para disminuir el sabor de la derrota y presentarla incluso como… derrota con sabor levemente aligerado, disminuido.

La negociadora alegó lo siguiente:

––Ganamos en seguridad y estabilidad.

Podría haber añadido: y, por si fuera poco, ganamos en una derrota con sabor agridulce. El lenguaje público está tan degradado que incluso dejaría admitirse una contorsión de este tipo: “ganamos en una derrota, etcétera… además, podríamos haber perdido 6 – 0”.

Nunca me imaginé extrañando a Margaret Thatcher, a Ángela Merkel.

La invasión de Ucrania comenzó en el fatídico febrero de 2022 (“febrero de Caín y de metralla”, escribió Alfonso Reyes hace cien años), muy poco después de la salida de Merkel de la Cancillería Federal teutona. Y desde entonces la buena coordinación entre el invasor y Mar–O –Lago y un tercer integrante del nuevo eje le ha permitido al tremendo trío de títeres–titiriteros tener un timing adecuado para que el ambiente bélico invite a más países a destinar a nuevos armamentos recursos que deberían ser para salud, educación, investigación clínica o aeronáutica, por mencionar únicamente unos cuantos rubros prioritarios. Dinero hay, pues los miles de millones de personas lo generamos con nuestra producción y nuestro consumo todos los días; la diferencia se encuentra en las decisiones acerca de hacia dónde dirigirlo. La Unión tendrá que sentarse en cada vez más escopetas.

Números y letras. Números y letras como bases para la argumentación. Y fichas para negociar. “Canicas”, dijo un candidato presidencial hace años; “necesito más canicas”. No era un candidato de oratoria gloriosa ni mucho menos. Fichas o “canicas”, en fin. ¿Tenía Europa más fichas para haber obtenido una mejor negociación? ¿Se preparó bien para un encuentro tan difícil? ¿Sus caballos de Troya la debilitan? Esperemos cien años a que la historiografía nos responda. Por ahora, adelantemos que una superpotencia depende en última instancia de sus niveles de producción y de innovación, que a su vez dependen de sus niveles de educación y de investigación en áreas estratégicas de cara al presente y el futuro. El ataque de la Casa Blanca a sus propias universidades deja representarse como un defensa central peleado a muerte con su portero y con sus goleadores. Si la Casa Blanca sigue por ese camino, los efectos harán sonreír muy pronto a otras superpotencias.

Números y letras nos resultan asimismo útiles a la hora de medir los efectos de la reforma judicial en México. Tinta para juzgarla sobra. El incienso alrededor casi nos asfixia.

A mí me gustaría que no se hablara en voz muy alta de uno de los números (porcentaje en este caso) más dolorosos y preocupantes de nuestra historia: 98 %.

Un 98 % de impunidad sería el saldo de nuestros aparatos de justicia. El porcentaje es de suyo una involuntaria invitación a la impunidad.

“Hablamos para argumentar”, nos dicen dos teóricos de la argumentación. Si es así, entonces nuestra boca se abre para defender nuestra postura, para justificar nuestra decisión, para emitir pretextos o balances o juicios, etcétera.

En medio de tantas palabras, urgen algunas reglas de interacción comunicativa. Una regla podría desprenderse de un diálogo sano entre los números y las letras. Tales reglas (acaso una sola) nos ayudarían a reconocer si ha sido inteligente una decisión política que afecta a millones y millones de personas: combinemos, pues, números y letras. ¿El nuevo “sistema de impartición de justicia” (la frase entre comillas nos invita a que inflamemos el pecho) disminuirá por fin el porcentaje aterrador? ¿Llegaremos a un 10 % mínimamente presentable? ¿Y llegaremos además en un plazo perentorio, pues no espera más el sufrimiento de miles y miles personas concretas, ansiosas de justicia y de un verdadero estado de derecho? ¿O, por el contrario, el panorama empeorará? Después de todo, el 100% no queda ya muy lejos.

Más temprano que tarde lo sabremos: números y letras. Y no valdrán ni las excusas ni el maquillaje de una derrota con sabor ligero. No es justo valerse de las palabras para auto justificarse o para esconder la realidad.

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