Creo haberlo entendido así: el liberalismo se fortaleció en el siglo xix como una respuesta sistemática a los excesos de los Estados. Era la hora de las personas, cansadas de tantas guerras y tantas intromisiones de las élites dirigentes. En términos teóricos, argumentativos, el “neoliberalismo” habría surgido (me dicen) hace justo un siglo en la Austria de la primera posguerra mundial, nuevamente tras el hartazgo por los estropicios y despropósitos de grupos en el poder, incapaces de impedir una conflagración tan inconcebiblemente sanguinaria e inútil: si los países y sus gobernantes no se ponían de acuerdo, lo harían las personas.
En todo caso, Justo Sierra Méndez (1848–1912), fundador de la Universidad Nacional de México, fue liberal clásico en algún momento y luego liberal “científico”, esto es, positivista, sin que dejara de considerar las aspiraciones al orden en el pensamiento conservador. El esfuerzo por contribuir a la paz lo llevó a ponerle “Liberal–conservador” como lema o subtítulo al periódico La Libertad; el lema o subtítulo subsistió unos meses:
Del 5 de enero al 5 de mayo de 1878 el periódico [La Libertad] llevó el subtítulo de “Periódico científico y literario”; del 9 de mayo de 1878 al 21 de marzo de 1879, el de “Periódico liberal–conservador”, del 22 de marzo al 3 de agosto de 1879 no llevó subtítulo; desde el 5 de agosto de 1879 hasta 1884 el subtítulo fue “Orden y progreso”. Según sus directores, “liberal–conservador” era simplemente la traducción a la política de la frase de [Augusto] Comte (estática social–dinámica social).[1]
Estas oscilaciones nos hablan de luchas y pactos entre voces críticas y asimismo entre poderes formales y fácticos.
Dentro de estas luchas y estos pactos, la propuesta de reforma judicial de 1893 se inscribe como un esfuerzo por la estabilidad y el equilibrio. La estabilidad casi deja sustituirse por un sustantivo más dinámico: estabilización.
Sierra, actor principalísimo de la propuesta, dará aquí una prueba de por qué es importante la historia –el conocimiento de ella y por lo tanto su escritura, su enseñanza, su divulgación– a la hora en que se debaten propuestas legislativas de alto impacto: los equilibrios se alcanzan mejor si se tiene clara la historia de cada proceso vinculante. Y medidas difíciles de comprender (acaso por ser o parecer contradictorias) están en condiciones de equilibrarse y compensarse de modo sincrónico o diacrónico: la simultaneidad y la sucesión, la coincidencia y la secuencia son factores en que se vuelve decisiva la comprensión práctica de la historia. La historia, a fin de cuentas, no mira únicamente hacia atrás, sino hacia delante. Y es articuladora de argumentos.
Y es así como la propuesta de Sierra en pro de la inamovilidad de los magistrados y de su designación por el ejecutivo conforme a planteamientos del Senado (recién restituido en 1874) era un regreso a la letra y al espíritu de la Constitución de 1824 con la vista puesta en futuros acontecimientos:
Sierra alegaba que la inamovilidad judicial, que había sido establecida en la Constitución de 1824, fue sacrificada en 1856 con el fin de enraizar la vicepresidencia [de la República] en la Suprema Corte, haciendo así esencial la rotación de magistrados a través de la elección popular. Esto era sólo otro ejemplo de los “dogmas absolutos” que seguían quienes redactaron la Constitución [liberal de 1857], justificables tal vez en 1856, pero no en 1893.[2]
Estaba en juego un tema recurrente y decisivo: la distribución de poderes y responsabilidades entre las élites y las mayorías. El sector favorable a la reforma judicial tal vez estaba pensando en intereses económicos específicos; así lo juzgaba Francisco G. Cosmes, viejo compañero de Sierra y ahora contrincante en este asunto estratégico; después de elogiarlo como orador y lírico, lo descalifica precisamente como lírico y “razonador”:
Lo acusa de no ser más que un poeta extraviado en el terreno de lo real; que descienda un momento de las altas vaguedades del idealismo para examinar el verdadero carácter de este desdichado país, lo que parece no haber hecho.[3]
En todo caso, si con esto se beneficiaba a grupos de poder organizados, la educación era entonces, más que nunca, una alternativa para los muchísimos millones que no formaban parte de grupos influyentes.
De este modo, mientras más se contemplase la realidad como un conjunto de fenómenos complejos y de fuerzas centrífugas y centrípetas, así como de intereses en juego, expuestos en ideas, idearios e ideologías, a la manera del tablero de control de un barco enorme, más probabilidades se tendrían de conducir bien la nave e impedir que se fuera a pique.
Contra este saludable propósito atentaba un procedimiento que la crítica de Cosmes a Sierra vuelve evidente: las etiquetas son simplificaciones y se pegan como calcomanías en la cara y la espalda de las personas. Era un “poeta” y nada más. Pues bien, este “poeta” terminaría fundando la institución educativa más grande de América.
El propio Cosmes y otras voces elogiaron la elocuencia de Sierra durante su presentación de la iniciativa el 11 de diciembre de 1893. Y es que el maestro de la persuasión tuvo una de aquellas tardes que nos confirman cuál fue una de las habilidades que más lo ayudaron: la música de la oratoria, precisamente (esta vez la música fue calmada, serena, con referencias incluso a las críticas del grupo opuesto). Los argumentos del tribuno fundamentaron la autonomía del poder judicial con base en la permanencia de las personas, lo que hoy se aproximaría a un servicio civil de carrera. ¿Qué añade Claude Dumas? ¿Qué dice Carlos Tello Díaz, biógrafo de un Porfirio contrario a la reforma? Lo veremos en dos semanas.
[1] Charles A. Hale, La transformación del liberalismo en México a fines del siglo xix. Traducción de Purificación Jiménez. México: Fondo de Cultura Económica, 2002 (1989), p. 64, n. 25.
[2] Íbidem, p. 181.
[3] Claude Dumas, Justo Sierra en el México de su tiempo. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1986 (1975), i, p. 328.

