El discurso de la hija de María Corina Machado al recibir el Nobel de la Paz resonó en México como un espejo incómodo. No por Venezuela, sino porque retrata la destrucción institucional y el desgaste democrático que avanzan con inquietante normalidad. Pero más grave que lo que hace el gobierno es lo que como sociedad toleramos. Ahí nace el egoísmo a la mexicana.
A los once años yo tuve que trabajar para ayudar a mi madre; a los diecisiete ya había sido vendedor ambulante, taquero, lavador de carros, instalador de cortinas y alfombras. Conocí el hambre y la incertidumbre. Por eso entiendo lo que viven millones: no es estadística, es vida. Crecí mis primeros 29 años bajo el priísmo a nivel nacional y hasta los 18 en Baja California. A veces me pregunto si, de haber existido el asistencialismo masivo que hoy reparte Morena, habría defendido al PRI con el fervor con el que muchos hoy sostienen una ideología que no entienden. Porque el hambre y la ambición —en pobres o en ricos— desvían el juicio; y una dádiva bien calculada o la protección de privilegios crea gratitud, obediencia y lealtad. No es moral, es humano.
Mi formación fue otra: estudias, trabajas o haces ambas para construir tu futuro. Hoy veo lo contrario: una sociedad más superficial y dependiente, confiada en que el gobierno resolverá lo que antes dependía del carácter individual. Esa actitud encaja con el control político actual: mientras llegue el depósito, lo demás puede derrumbarse.
Lo alarmante es quién consiente esta erosión. Empresarios que se acomodan a cualquier poder para no perder beneficios. Militares empoderados administrando aeropuertos, aduanas y obras sin transparencia. Partidos sin ideología, solo instinto de supervivencia. Ciudadanos que exigen, pero no participan. Así se construye la ecuación perfecta: un gobierno que reparte dinero para sostener lealtades y una sociedad que renuncia a defender lo suyo. Homicidios, extorsión, territorios capturados y, aun así, mientras el beneficio sea personal, la preocupación por la democracia se posterga.
Pronto se agotará la solvencia del país y, cuando eso ocurra, despertará de nuevo el egoísmo: millones descubrirán que el Estado que los asistía dejó también en ruinas la seguridad, la salud, la educación y el empleo. Los empresarios serán presa de un exprimidor hacendario desesperado, y la realidad estallará como el coche bomba de Michoacán. Habrán destruido el país, y otra generación deberá reconstruirlo desde sus escombros.
México no está en riesgo solo por un movimiento político autoritario, sino por millones que evalúan la democracia según lo que reciben y no según lo que el país pierde. Ese es el egoísmo a la mexicana: creer que mi bienestar inmediato justifica el deterioro colectivo. La dádiva sustituye la libertad y la comodidad reemplaza la ciudadanía. Mientras no entendamos eso, seguiremos avanzando —cómodos y silenciosos— hacia el mismo precipicio que otros ya conocieron.

