En México solemos confundir espectáculo con competencia real. Y pocas metáforas lo explican mejor que la diferencia entre la lucha libre y el boxeo cuando este último es derecho.
La lucha libre es un espectáculo. No pretende engañar a nadie: hay máscaras, narrativa, héroes y villanos. El combate es aparente. El resultado no surge de la fuerza, la técnica o la estrategia, sino de una decisión tomada con anticipación por el administrador del show, en función de la taquilla, la popularidad o la conveniencia del momento. El público participa, grita, se emociona y toma partido, pero el guion ya está escrito. La pelea ocurre, sí, pero el desenlace está definido desde antes.
El boxeo, cuando es derecho, cuando no hay mano negra, es otra cosa. Es un deporte con reglas claras y conocidas por todos. Dos boxeadores suben al ring en igualdad de condiciones, con un árbitro visible y jueces obligados a justificar su decisión. Gana quien se preparó mejor, quien ejecutó mejor su estrategia o quien logró el golpe certero. Puede haber polémica, pero hay parámetros, conteos, tarjetas y revisión pública. La legitimidad del resultado descansa en la transparencia del proceso.
Esa diferencia es exactamente la que hoy enfrenta la democracia mexicana.
Durante décadas aspiramos a una democracia parecida al boxeo: elecciones competidas, árbitros autónomos, división de poderes y contrapesos institucionales. Lo logramos, aunque tímidamente, en el año 2000. A partir de ahí el resultado podía gustar o no, pero se aceptaba porque, dentro de ciertos límites, el combate había sido limpio. La derrota era parte del juego democrático porque las reglas eran creíbles.
Hoy, en cambio, la democracia mexicana se parece cada vez más a la lucha libre. Hay elecciones, campañas, discursos encendidos y confrontaciones públicas, pero el resultado parece anticipado, no por la fuerza de los argumentos, sino por el control del ring. Los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, junto con instituciones que en algún tiempo fueron autónomas, hoy atienden a una misma lógica partidista. Ya no funcionan como árbitros del combate democrático, sino como parte del elenco.
A esa distorsión se suma un elemento clave: los recursos para la pelea. En campañas derechas, ambos contendientes se preparan con presupuestos fiscalizados bajo los mismos criterios. En la democracia mexicana actual, el financiamiento empieza a ser profundamente asimétrico y selectivo. Para un bando, los recursos fluyen con opacidad, se desconoce su procedencia, se diluyen entre propaganda, estructuras paralelas y apoyos indirectos difíciles de rastrear. Para el opositor o retador, cada peso es vigilado, cuestionado y sancionado. No es solo desigualdad económica, es una cancha inclinada donde uno pelea con guantes nuevos y el otro con vendas prestadas, bajo la lupa permanente del árbitro.
El problema no es que exista un proyecto político dominante. El problema es que desaparezcan las reglas que garantizan que ese proyecto compita en igualdad de condiciones. Cuando el árbitro responde al promotor, cuando el juez ya sabe qué tarjeta debe levantar, cuando el réferi no cuenta igual para ambos lados y cuando el dinero que financia la pelea no se mide con la misma vara, el combate deja de ser deporte y se convierte en espectáculo.
Y en el espectáculo, la ciudadanía no decide: solo observa, aplaude o se indigna, pero no cambia el final.
Una democracia sin reglas ya no es democracia: es escenografía. Cuando el árbitro obedece al promotor, cuando los jueces levantan la tarjeta que les ordenan y cuando el resultado se conoce antes de que suene la campana, el combate pierde sentido. Nuestro país está dejando de pelear elecciones para empezar a representar funciones. Y ningún país se construye a largo plazo sobre espectáculos; se construye sobre reglas, contrapesos y derrotas que también se respetan.
México está cambiando el boxeo por la lucha libre: ya no gana el mejor, gana el que controla el ring. Cuando la democracia pierde reglas y conserva solo el espectáculo, el resultado deja de ser político y se vuelve autoritario. Porque los países no caen el día que se cancelan las elecciones, sino el día en que deja de importar.

