Cerrar brechas en el control aduanero, combatir la evasión fiscal, frenar la subvaluación y erradicar el contrabando: estos son los pilares de la nueva iniciativa de reforma a la Ley Aduanera. En teoría, se presenta como una norma "más robusta en seguridad y regulación", diseñada para atajar los abusos crónicos que han convertido a las aduanas mexicanas en verdaderas minas de oro para la corrupción y el crimen organizado.
La propuesta sitúa a los agentes aduanales en el epicentro de la responsabilidad, cargándolos con obligaciones adicionales. Sin embargo, esta mayor exigencia podría derivar en trámites engorrosos, barreras burocráticas y costos extras para la cadena logística. Surge así una duda razonable: ¿se trata de mayor seguridad o de más obstáculos? Si bien la iniciativa es aplaudida por ciertos sectores, genera también un temor fundado: que esta "fortaleza" teórica se transforme en una muralla que encarezca y demore el comercio exterior.
Pero el trasfondo es aún más alarmante: las aduanas continúan siendo una arteria vital para el financiamiento del crimen organizado, a través del contrabando de combustibles, bienes de primera necesidad como el azúcar, mercancías subvaluadas e importaciones ilícitas que socavan al fisco y a la industria nacional. La reforma no puede limitarse a un mero ajuste administrativo; exige un rediseño institucional que reconozca este mal como un asunto de seguridad nacional.
En paralelo, otro flanco asesta un golpe directo a la economía formal: la extorsión. Octavio de la Torre Stéffano, presidente de Concanaco Servytur, lo resumió sin eufemismos: el costo de la extorsión ya se integra al presupuesto operativo de las empresas. Este dato es devastador, pues ilustra hasta qué punto el crimen ha permeado la cotidianidad económica del país. Cuando un empresario presupuesta de antemano cuánto destinará a grupos delictivos solo para operar en paz, el Estado ha abdicado de su soberanía territorial y fiscal. La extorsión trasciende el ámbito de un delito aislado para erigirse en un impuesto paralelo: un tributo criminal que se exige en cada rincón, municipio y eslabón de la cadena productiva.
A este panorama se añade otro indicador sombrío: el 96 % de los delitos en México forman parte de la "cifra negra", es decir, nunca se denuncian. La razón es clara: empresarios y ciudadanos desconfían de las instituciones, conscientes de que una denuncia no genera protección, sino mayores vulnerabilidades. Esta estadística desnuda la magnitud de la fractura entre sociedad y Estado.
El gobierno ha impulsado una reforma constitucional en materia de extorsión. Es un avance, pero insuficiente sin un respaldo en capacidades reales de investigación, sanción y resguardo. México no precisa más decretos en el Diario Oficial; urge instituciones potentes que rompan el ciclo de normalización del crimen.
El nexo entre aduanas y extorsión es innegable: en ambos escenarios, la delincuencia usurpa al Estado, ya sea monopolizando el comercio exterior o cobrando su arancel interno. Y en ambos, las empresas absorben el impacto, como si formara parte intrínseca del modelo económico mexicano. La interrogante es ineludible: ¿hasta cuándo toleraremos que el crimen dicte las normas del comercio y la vida empresarial? México demanda una transformación radical que trascienda leyes más rigurosas o retórica más vehemente. En juego no solo está la competitividad, sino la supervivencia de un Estado que ha asimilado la ilegalidad como pilar de su estructura económica.

