Frente al discurso apocalíptico y la fatiga existencial hay que preguntarse, como Judith Butler, qué hacer no sólo para que la vida sea más vivible sino más deseable.
Recuerdo aquello que en 2022 hizo para mí la vida más deseable. A partir del asombro. Los descubrimientos del telescopio espacial James Webb que nos llevan 13 mil millones de años luz atrás en la historia del universo. Explosión de formas y colores, planetas, estrellas, hoyos negros, nebulosas y galaxias lejanísimas nos envuelven desde entonces con fascinación ante la imagen más profunda del cosmos que se ha visto hasta hoy. Escuchar la música de los cuerpos celestes y el sonido de un hoyo negro o ver los datos convertidos en colores jamás imaginados es algo aún difícil de asimilar y que nos llena de emoción, pero también de nuevas preguntas acerca del tiempo, el espacio y el sentido de nuestra existencia en medio de la inmensidad.
Asombroso, en Nueva York, el nuevo espacio Hall del Lumiéres que abrió sus puertas con Gustav Klimt, Gold in Motion, una experiencia inmersiva multisensorial alrededor de la obra del gran pintor austriaco. Su arte y su tiempo, en comunión con artistas de la era digital que, de la mano de tecnología de punta, nos envuelven dentro de un sueño visual, auditivo, mágico.

Más cerquita, tan asombrosa la FIL de Guadalajara y la avidez lectora, como la celebración del centenario del muralismo con la exposición El espíritu del 22 en San Ildefonso, sus murales y patios restaurados, una nueva iluminación, la posibilidad de ver un mural desconocido de Siqueiros…
Igual de asombrosos los bisontes que vi, ya no en pinturas rupestres, sino a ras del suelo en el desierto de Chihuahua. Y el esfuerzo por conservarlos. Gracias al esfuerzo de organizaciones como el Fondo Mexicano para la Conservación de la Naturaleza y Cuenca dos Ojos, la especie, al borde de la extinción en México, creció de 23 individuos que había en 2013, a 281 que hoy integran la manada. La regeneración de ecosistemas y pastizales permitió, a su vez, el retorno del águila real y el perrito de la pradera. De la mano: voluntad, compromiso y resiliencia de la naturaleza.
¿Podemos imaginar una vida más vivible y deseable? Habrá que sanar física, social y espiritualmente.
Pienso en los bosques, como metáfora, a partir del libro La vida secreta de los árboles, de Peter Wohlleben. Gracias a este silvicultor y a la pionera Suzanne Simard sabemos que los árboles forestales se comunican mediante redes subterráneas de raíces y hongos a las que se ha denominado: Wood Wide Web. Están conectados, intercambian nutrientes, ayudan al que está enfermo o débil para mantener con vida a la comunidad. Los árboles se comunican olfativa, visual y eléctricamente por medio de células nerviosas que se encuentran en la punta de las raíces. Hay un intercambio activo de manera que el que mucho tiene da y el que tiene poco recibe ayuda y es la red de hongos subterránea la que funciona como máquina de distribución. Cuando muere un individuo, pierden todos. Su bienestar depende de la comunidad, por eso los árboles del bosque prefieren florecer todos al mismo tiempo.
Si miramos al subsuelo para descifrar el lenguaje de los árboles, si aún nos conmovemos con el arte o con la mirada de una bestia legendaria, y volteamos al cielo para verle el rostro al universo remoto de cuya historia formamos parte, hemos de ser capaces de mirarnos unos a otros y ponernos de acuerdo. Para que no se apague nuestra luz en la Tierra. Porque la necesitamos para redescubrir la maravilla de estar vivos.