Después del primer encuentro, visité muchas veces a Rodrigo Moya y a Susan Flaherty en Cuernavaca. Una de ellas, con Christa Cowrie, su colega. Nos mostró su colección de caracoles y conchas, su jardín y sus orquideas, volvió a narrarnos que luego del cáncer de páncreas que padeció quedó tan débil que perdió la memoria. Ordenar su archivo fotográfico, guardado durante 30 años, le devolvió, como en una secuencia cinematográfica, cada instante de su vida. Fue, decía, como abrir una caja de pandora.
Ahí se movía como pez en el agua. Imaginen: Si hablamos de la Reina Roja localiza, con velocidad inaudita, fotos de Palenque con Ruz Lhuiller, Carlos Pellicer o la selva maya y sus especies, porque también es amante de la naturaleza. Si uno habla con él de pescadores, saca un mar de imágenes sobre el tema; si el tema es sobre periodismo, aparece una jovencísima Cristina Pacheco; si se trata de cumbia, brincará por ahí Sonia López; si es acerca de arte colonial, saltan todas las iglesias y monumentos imaginables. Si es de escritores, están los retratos; de teatro, los dramaturgos, las grandes actrices y actores en puestas en escena emblemáticas; si abordamos grandes chismes culturales, aparece Gabriel García Márquez con el ojo morado luego del golpe que le propinó Vargas Llosa. Y es que el autor de Cien años de soledad, amigo suyo, fue a su casa a pedirle que tomara aquella foto.
Igual que su abuelo, su padre era pintor además de escultor y escenógrafo de cine y teatro. Su hermana Colombia, reconocida bailarina. Rodrigo Moya crece, pues, en una familia liberal donde el aire huele a las artes. En su serie Famas y Familiares aparecen retratos inéditos de: Goitia, Siqueiros, Rivera, los dos muralistas juntos en el momento de su reconciliación forzada por el Partido Comunista; el Indio Fernández, Carlos Fuentes, Álvarez Bravo, Rómulo Gallegos…
Entre sus más célebres retratos están los de su serie del Ché Guevara. Militante él mismo del PC (desde los 60 hasta que se diluye el partido), viaja con Rius y con Froylán Manjarrez a Cuba con la idea de hacer un libro. Piden una cita con Guevara que parece imposible, pero mientras están allá, Chile rompe relaciones con la isla y en lugar de los funcionarios sudamericanos, el Ché acepta recibirlos por 15 minutos que se extienden a tres horas gracias a su pasión por Los agachados. Cuando regresan a México, el editor había fallecido, pero traen consigo Cuba para principiantes y los retratos sorprendentes de Moya.
Si la preparación de Moya incluye el adiestramiento de una mirada estética gracias a su cercanía con el medio artístico desde pequeño, el desarrollo de su condición atlética le facilita el movimiento dentro de las multitudes o la supervivencia en la selva al lado de las guerrillas y la formación de una cultura literaria le permite cubrir un sepelio, como el de Diego Rivera o el de Francisco Goitia, y hacer del episodio un relato visual único en la revelación de los detalles. Además, su conciencia social y política va más allá de la denuncia para darle poder y dignidad, en sus fotos, al ciudadano de a pie, al niño de barrio, a la mujer artesana, al obrero o al campesino, a quienes retrata con tanto respeto como a las grandes celebridades o a los líderes sociales.
Moya parecía tener una técnica cinematográfica para retratar el paisaje y luego irse acercando al barrio, a la casa, a la gente, a la mirada y llegar hasta el alma disparando su cámara. Nos decía que era como cuando te gusta la música, primero escuchas a toda la orquesta en conjunto y luego uno por uno de los instrumentos.
Como Mohamed Alí que proponía “danzar como mariposa y picar como avispa”, Moya describía su técnica de fotografía envolvente: “ (…) uno se mueve o merodea alrededor del sujeto, se observan sus movimientos, sus gestos, su actitud, se disparan algunas fotos equivalentes a jabs, se le lleva al terreno propicio por medio de la danza de la cámara a su alrededor, y cuando abre la guardia, cuando se ve el gesto representativo y la luz y las cosas toman su lugar, entonces viene el golpe de avispa: la foto afortunada”.
Así como Guillermo Angulo que lo llevó a Impacto, Nacho López lo marcó al obserquiarle La familia del hombre, una recopilación de Edward Steichen de fotografías expuestas en el MOMA de Nueva York en 1955. Él sintió que el maestro le pasaba la estafeta y junto con él, las fotos de Life y la obra de Manuel Álvarez Bravo, recibe sus primeras influencias.
¿Por qué deja la foto de prensa antes del 68? Contó: “Lo nuestro era un oficio y el diarismo te obligaba a ejercerlo como un soldado; yo aspiraba a un trabajo más denso, para penetrar más, reflexionar más, hacerlo más cuidadosamente y con una intención más allá de la orden de trabajo”. Iba con dos cámaras al hombro, cuentan. Moya comenzó a volverse “un fotógrafo excéntrico”. Porque “ (…) estaba fuera del centro de gravedad, del eje del periodismo. El embute, para mí, era inaceptable. Excéntrico porque tomaba las fotos con extremo cuidado, revelaba midiendo tiempo y temperatura; admiraba a Salas Portugal, Walther Reuter, Antonio Reynoso, Lola y Manuel Alvarez Bravo... Era como fijarse una ruta en el medio equivocado. Empecé a frustrarme”.
En sus propios textos llamados Encrome (ensayo, crónica, memoria) detalla el desencanto: la corrupción del medio, la censura, el control de la Secretaría de Gobernación sobre los medios impresos, el descuido de los editores en la publicación y el manejo de los materiales, los salarios miserables... Después vendría otra generación y medios más independientes y libres.
Pero Moya volvió a la fotografía intensamente, con un archivo que es un tesoro para la historia en México. Y se coloca con su mirada documental, como dice Alberto del Castillo, dentro de la estirpe donde figuran Dotothea Lange, Eugene Smith o Walker Adams que coinciden con el advenimiento del neorrealismo italiano. Se trata, dice con razón el historiador, de uno de los cronistas visuales más destacados de mediados del siglo XX en eso que llama “la insurrección cívica de todos los días”.






