Dice que lo mejor de la realidad virtual es que después de la inmersión el usuario redescubre las maravillas de la realidad ordinaria. Aborrece el término “Inteligencia Artificial” porque nos deshumaniza; advierte que hoy en día es más fácil ser pesimista que optimista, que el espíritu de Burroughs y Philip Dick permean el presente y que los grandes consorcios informáticos nos han convertido en mascotas de laboratorio. Pero estamos a tiempo, advierte, si asumimos nuestra responsabilidad y, entre otras cosas, nos desconectamos de las redes sociales. Es Jaron Lanier, el pionero de la “realidad virtual”, cuyo término acuñó el inventor, científico, compositor, artista y escritor en su paso por México desde su laboratorio en Silicon Valley.

Las rastas doradas que le llegan a las rodillas parecen extensiones luminosas de las ideas que su cerebro privilegiado genera y expresa una tras otra. Tiene mucho que decir, y las dos horas que le dedica a los estudiantes sólo son interrumpidas por un pajarito que trina de vez en cuando desde el tragaluz del patio del SAE, Institución de Educación Superior en Medios Creativos y Digitales que en su noveno aniversario invitó a este gurú de la tecnología digital a participar del ciclo Utopías/Distopías. “Él pájaro tiene autoridad, porque vuela”, admite con humildad.

Lanier cuenta la historia de Internet y la realidad virtual, así como los sueños y autores que la alimentaron. Para exponer su decepción luego de 40 años de experiencia, desde sus pasos en Atari hasta Microsoft. Va a sus raíces, quizá para adelantar el énfasis en el valor de la comunidad, los valores sociales y la identidad humana. De padres emigrantes judíos que huyeron del holocausto y la persecución (ella vienesa, él ucraniano), Lanier nació en Nueva York, pero creció en la frontera, en Mesilla, Nuevo México, “cuando no había rejas” y se cruzaba diario a una escuela en Ciudad Juárez; entonces, cuenta, descubrió el arte en los murales coloridos de este lado y se obsesionó con la idea de “el otro” a quien, dice, veía como algo tan lejano como una estrella. Entonces pensó que el arte es una manera de conectar a los seres humanos más allá del lenguaje, con la imaginación; se fascinó con el surrealismo, el Bosco, el arte fantástico y la idea de la simulación de la realidad.

Lanier da una cátedra del mundo de las ilusiones, los cascos y los guantes que desarrolló en los años 80 y las utopías de entonces, “cuando pensábamos que Internet y la realidad virtual ayudarían a crear un mundo mejor”. La pregunta inicial: ¿cómo crear un medio que promueva la generosidad y la empatía, que ponga a la gente en los zapatos de otros, del enfermo, del migrante, del refugiado?, dice, fue equivocada. Y debió ser: “¿Podemos crear tecnología que ayude a la gente a ser más independiente, más capaz de aprender de la experiencia, más responsable y menos susceptible de ser controlada?”. Lo dice por el enorme poder de los medios digitales de hoy, cuyos algoritmos ejercen una manipulación continua en el comportamiento de los usuarios, en su carácter, sus deseos, sus hábitos… Con la idea de la gratuidad, regalan todos sus datos a compañías “que los tratan como mascotas de laboratorio”. Él propone una economía digital que responsabilice y dignifique a los usuarios y se les pague por sus datos.

“No es la tecnología lo que mejorará el mundo, son instituciones como las universidades, los clubs, los sindicatos y hasta los equipos deportivos, ahí donde la gente aprende a ser gente. Cuando destruyes estas estructuras sociales estás creando un paraíso de siniestros individualistas atrapados en un celular y desconectados del mundo real”.

Termina la conferencia y le pregunto al autor de Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato: ¿En quién recae la responsabilidad de enseñar a las nuevas generaciones a relacionarse de otra manera con las redes digitales? “Es responsabilidad de toda la sociedad y de las compañías y sus ingenieros, los políticos y los reguladores”. En eso precisamente “estoy trabajando hoy”.

adriana.neneka@gmail.com

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