Durante el encierro pueden suceder cosas sorprendentes en la vida de las personas. Conozco historias de cautiverio de las que emergió una vocación, un giro definitivo de timón en busca de nuevas rutas, algún arrebato creativo… y, en mucha gente, el descubrimiento del placer de la lectura. En el caso de Eliseo Diego, la experiencia lo convirtió en poeta. Me platicó un día: “A mí, los cuentos que me contaron de niño me salvaron la vida”.

“Paradoja feliz de la infancia es la de hallar maravilla en la realidad y realidad en la maravilla”, escribió el autor cubano, poeta, ensayista, pedagogo, traductor y promotor incansable de la lectura (1920-1994).

En su primera infancia, que ocurrió en una finca cubana de nombre Arroyo Naranjo, Eliseo Diego tuvo su primer contacto con la literatura. Su madre, que era bebita durante la guerra de Cuba en 1895 cuando se la llevaron a Estados Unidos, aprendió inglés como primer idioma, se hizo fanática lectora de Charles Dickens y sabía de memoria Alicia en el país de las maravillas. Soltaba frases de autores en cada momento, al grado que, a sus 87 años, antes de morir llamó a Eliseo y se despidió de él con palabras de Humpty Dumpty: “My son, I am afraid that all the king’s horses, and all the king’s men, cannot put me together again” (“Me temo hijo, que ni todos los caballos ni los hombres del rey podrán juntar mis piezas otra vez”). Por eso decía el poeta que “fue en casa, mucho más que en la escuela, donde se dio mi formación lectora”.

Pero el episodio definitivo sucedió en Francia, cuando acompañó a su madre y a su abuela en un largo viaje. Él tenía sólo seis años, aprendió rápidamente el francés y asegura que los cuentos le salvaron la vida. Me lo dijo durante una larga entrevista, cuando vino a México en 1993 para recibir el Premio Juan Rulfo, no sin antes intentar una pinta: “¿Y si en lugar de trabajar vamos al cine a ver El jardín secreto?”.

Resulta que el pequeño Eliseo se ganó el cariño de Olga “una linda francesa” y de su esposo Luigi, un italiano, conocidos como los Señores de los Pasteles de Francia en la Hostería del León en la Auvernia, tierra de bosques y corazón de la Galia. El niño se comió tantos y tantos pasteles una tarde, que su estómago no pudo con ellos. En una enorme cama con dosel y cortinajes pasaron días y días sin hablar ni querer saber del mundo. Aseguraba el poeta que más que las pócimas, de aquella situación, lo salvó Olga, quien, paciente, contaba en la penumbra, uno tras otro, todos los cuentos de Mi madre la Oca. “Yo no sabía leer, así que comenzó mi contacto con los cuentos oralmente. Me contó aquella francesita El gato con botas, La caperucita roja, Barba Azul… era un encanto, yo creo que fue mi primer amor”.

Y aquellos cuentos de la campiña francesa “me salvaron de niño la vida cuando estuve a punto de irme, noche adentro, quién sabe adónde. Aquel temprano encuentro con la poesía de los cuentos populares, los que recogen el sabor ancestral de las hogueras y hornos campesinos, fue decisivo para mi vocación de escritor y aún para el curso de mi vida”.

Eliseo Diego destacaba las pequeñas ceremonias importantes, como el instante en el que se pronuncia el “había una vez” cuando “se recorre el telón y nos introducimos al mundo de la poesía y de la imaginación”. De ese niño que fue cuando esperaba el momento en que descorriesen las cortinas de un pequeño teatro guiñol, con los ojos redondos de esperanza y azoro, escribe en su poema “Otoño”: (…) Un poco de comedia nunca sobra/ cuando la noche su cuchillo afila/ y alguien que has sido tiembla a la intemperie.

Todo cuanto vino después, decía, “ha sido un intento por recobrar aquellos ojos”. Con hijos o sobrinas, o con aquel trozo de infancia que suplica dentro de nosotros, estos días pueden ser una oportunidad para que, en medio de la emergencia y el dolor, recuperemos con los cuentos la capacidad de soñar. Porque ahí, como decía el autor del Libro de quizás y de quién sabe, “está en germen el futuro mismo”.

adriana.neneka@gmail.com

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