El pintor era también un personaje. A Silvia Cherem le advirtió cuando llegó a su casa en la Condesa: “Me vas a conocer, moto, borracho, empastillado, cuerdo y loco (…) Hoy no me he metido nada, te estoy esperando”. Y ella le hizo una de las mejores entrevistas que he leído. Diez años antes crucé el mismo umbral y entré a su estudio. Habló de pintura.

Así recuerdo el espacio: Bañado con la luz de mediodía, toda la energía de los rayos del sol, de los pinceles, las brochas, las máscaras, los fósiles, los huesos y los minerales, se concentran en el caballete donde una hermosa anciana dormida detiene su mejilla sobre sus dos manos. Arturo Rivera está por transformar su plácido sueño y la mirada del espectador que en esta primera etapa de la obra vislumbra el virtuosismo de su dibujo. Si al artista le interesara complacer a su público, daría por concluida la obra. Pero no, lo que busca el pintor dentro de su realismo es descifrar la realidad oculta, dar forma a lo invisible haciendo uso de un oficio impecable aprendido de los grandes maestros renacentistas y convertirlo en un lenguaje propio y contemporáneo.

“Lo que hago con mis modelos no es un retrato, es una transformación. El modelo tiene que decirme algo, no se trata de elegir la belleza clásica, no, puede ser horrible, pero hay algo que me simpatiza, algún rasgo físico, ya sea su mirada, ya sean sus huesos; es quizá la intensidad lo que busco”, me comenta.

La buena factura, la investigación de técnicas antiguas y modernas, el rigor y la devoción por la línea vibran en su obra mientras dice: “La técnica no es el óleo ni la teoría del color, las bases todos las podemos conocer, pero la verdadera técnica es el aprendizaje de uno mismo, es como un largo proceso de meditación zen en el que tú solo vas descubriendo las cosas a partir de la concentración en el trabajo. Se trata de un lenguaje visual difícil de explicar.

Tamayo no sabría poner en palabras el color porque es en el cuadro donde está el problema planteado y solucionado (…) El dominio de la técnica tiene que expresar algo, de lo contrario sólo se da un virtuosismo mudo”. Ahonda levantando una ceja: “¿Qué vas a decir con esas manos, con esos ojos?”.

Realismo de intensidades, se dice de su obra. Él insiste en una dimensión espiritual de la pintura que admira en sus maestros Antonio López, Carel Willink, Armando Morales y Balthasar Balthus, “cuyos cuadros te dicen todo del pintor”.

¿Y quién es Arturo Rivera?, le pregunto. “¿Cómo te lo digo si está en la pintura? En el cuadro está ese mundo que uno tiene que expresar, es el consciente, el inconsciente, todo, pintar es como ir tentando en la oscuridad hasta que poco a poco sale la luz”. En el proceso, agrega, hay miedos, pánico escénico, energía, concentración, angustia, adrenalina, dudas… una concepción que cobra volumen …Y luego el gozo de pintar.

“Para mi lo importante no es decir cosas sino conmover, mi obra no es literatura, no es una historia, es una metáfora de una segunda realidad que es la que busco que conmueva y produzca sensaciones. El valor de Diego Rivera no está en lo que quiso decir ideológicamente ni en lo que te dicen sus murales literariamente, sino en su pintura, en eso indecible que es el arte, igual que el amor, igual que Dios”.

Arturo Rivera murió el pasado 29 de octubre. El pintor genial sigue vivo en su obra. Y en la memoria de esa mañana de primavera de 1991 en su estudio.

adriana.neneka@gmail.com

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