Afuera de su despacho jurídico, ubicado en la colonia Buenavista, luce un letrero en el que se lee: “Confederación de Veteranos y Revolucionarios División del Norte”, donde atiende todo tipo de asuntos legales. Francisco Ignacio Villa Betancourt tiene 62 años, estudió la carrera de abogacía en la UNAM y la ejerce.

Junto a su acta de nacimiento, decenas de objetos centenarios lo acreditan como nieto del general revolucionario, a quien debe su nombre. Su abuela fue Austreberta Rentería, última esposa legítima del Centauro del Norte, mientras que su padre, Francisco Hipólito (quien nació tres días después del asesinato), fue el último de los 28 hijos conocidos del mítico personaje.

Villa Betancourt es un hombre sencillo en su vestir y en su trato. Afirma sentirse orgulloso de ser nieto de Villa, pero también, dice, es una gran responsabilidad tener el apellido. “Por el apellido la gente está más al pendiente de nosotros, eso ha sido desde la primaria”, narra.

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Recuerda que cuando era niño se “agarraba a trancazos” con quien hablaba mal de su abuelo, hasta que un día su padre le dijo que si estaba peleando con todos los que no quieren a Villa, entonces pelearía “con medio México”.

Hoy considera que los que hablan mal del general son sobre todo algunos escritores del norte del país, cuyas familias fueron atacadas por Francisco Villa dentro del contexto de la Revolución.

Al final, lo que le interesa es que hablen, bien o mal, pero “que el general siga cabalgando”.

El Villa de carne y hueso que no se conoce

“YO HABLO DEL VILLA QUE NO VIENE EN LOS LIBROS”
“YO HABLO DEL VILLA QUE NO VIENE EN LOS LIBROS”

Dice que en los mejores momentos de la División del Norte, Villa llegó a ser responsable de alrededor de 60 mil personas.

“Eso es mucho estrés”, refiere sobre la comida, armas, caballería e infraestructura, las batallas y las diferencias que tenía con otros políticos de alto rango como Venustiano Carranza o Victoriano Huerta, así como el declive de la división.

“Todo ese estrés lo tenía que sacar de alguna manera y es por eso que yo entiendo [que] él tenía tantas mujeres”, comenta con franqueza rodeado de las fotos, documentos y artefactos que en silencio confirman el legado de las resonantes batallas que libraron los revolucionarios bajo el comando de Villa.

Cuando era niño le preguntó a su abuela por qué su abuelo se había casado tantas veces, a lo que ella respondió: “No, tu abuelo no se casó ‘tantas veces’, sólo se casó tres veces, las demás eran sus fundas”.

Otro aspecto de Villa con el que no concuerda es su irascibilidad o rabia desmedida. Recuerda que uno de los generales de los Dorados, Nicolás Fernández, le contó que cuando debían dar una mala noticia al general le “aventaban” a todos los niños que estuvieran por ahí —los niños lo ponían contento—, y ya contento llegaban con la mala noticia.

Todos tenemos claroscuros y al hablar de Villa, dice, hay que situarlo en el contexto histórico: “A la Revolución la gente se metía a buscar un cambio, [Villa] no podía ser ‘mediero’, porque al final cualquiera se le podía subir. Cuando él flaqueaba en sus decisiones, había gente dentro de la división que le recordaba que él no podía flaquear porque era el jefe”. Sin embargo, también tenía un lado muy sentimental: “Lloró muchas veces por injusticias, y con mi abuela también llegó a llorar. Por ejemplo, lloró cuando llegó a la capital y visitó la tumba de [Francisco I.] Madero, en 1914”.

Deploró la muerte en batalla del general Martín López, el más joven de la división y parte del grupo de élite de los Dorados.

Y como a cualquier humano, en momentos le afectaba el fracaso, como la vez que “perdió la toma de Celaya aun cuando él tenía mejor ejército, por no conocer el territorio y por tener balas defectuosas.

“Lloraba cuando alguno de sus hijos enfermaba o discutía con mi abuela y ella lo regañaba, ese es un Francisco Villa que la gente no conoce”, agrega, siempre sin alzar la voz, pese a los truenos y la lluvia que caen durante la plática.

Con la mirada fija, afirma que a él le gusta hablar de un Villa que no viene en los libros de historia, tal como lo hace en el libro que él escribió, El Villa que me contaron, acerca del hombre “que tiene diabetes, hipertensión o de cuando al Centauro del Norte le cuesta trabajo subirse al caballo por la obesidad”.

Comparte que al revolucionario le gustaba tocar la guitarra y jugar a “la oca” con sus hijos, a quienes en la hacienda les contaba cuentos antes de dormir y que sacaba de sus libros como El tesoro de la juventud o historias de gente destacada que él conoció, como Felipe Ángeles.

Al duranguense le encantaba comer y la abuela de nuestro entrevistado no contribuía para evitarlo, pues le servía un tazón muy grande de avena con leche al que Villa añadía pedazos de bolillo y medio tarro de cajeta, todos los días.

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Satisfecho, Francisco Ignacio declara que le gusta hablar de este Villa, no del que aparece en los libros de historia, aquellos que “cualquiera los puede distorsionar, decir cosas buenas o malas; eso ya no me compete a mí, sino a la historia”.

Todos quieren un pedazo de Villa

Dentro de todas las pertenencias que conserva de su abuelo, hay algunas que atesora con especial cariño, como la tarjeta que envió Sara Pérez, viuda de Francisco I. Madero, agradeciendo al general Villa todas las atenciones que tuvo con su entonces ya difunto esposo.

Otra reliquia incluso conserva un poco de sangre derramada por el general el día de su asesinato. Se trata de una relación de los objetos de Villa que había dentro del automóvil, un Dodge año 1922, escrita a máquina por su esposa, Austreberta, en dos hojas de papel cebolla: “Como no había grapas, unió ambas hojas con alfileres, en la parte inferior está la sangre del general Villa”.

Ese papel lo guarda con recelo, porque afirma que mucha gente se lo ha querido comprar. Siempre le piden verlo, sacarle una copia, pero nunca lo presta porque “ese día, no lo volveré a ver… porque todos quieren un pedazo de Francisco Villa”.

Los objetos estuvieron guardados por años en baúles, que su abuela muy rara vez desempacaba para que sus nietos los vieran.

Fue a la muerte de la abuela que el padre de Villa Betancourt, el señor Francisco Hipólito, se hizo cargo de los baúles. Al fallecer él, el nieto se hizo responsable de ellos. Su primera decisión fue sacar las cosas y dejar algunas en museos del norte de México que tienen que ver con Francisco Villa y la Revolución.

“Los doné para que la gente los pudiera ver”. También conformó el Museo Itinerante General Francisco Villa, con 370 piezas originales del caudillo, del general Emiliano Zapata, de Felipe Ángeles, de Porfirio Díaz y muchos más.

A donde lo inviten, llega cargado de libros, uniformes, espuelas, fundas de pistolas y otros objetos valiosos del general para seguir difundiendo su historia y legado social.

Además, en su oficina tiene cerca de mil 600 libros que hablan de Villa y 200 cintas donde es el personaje, se habla de él o se le hace un esbozo. “Hasta hay películas para adultos de Francisco Villa… un afiche que me gustó fue una cinta que se llama Francisco Villa contra Drácula, esto prueba lo disímbolo que puede ser la figura del revolucionario”.

Pero también tiene las lecturas del general. Cortés, pero veloz, empieza a desempacar la biblioteca personal del general, quien tenía libros de física, química, diccionarios, obras de historia patria, un libro sobre María Antonieta, uno de poesía de Juan de Dios Peza —el poeta que más le gustaba—, y el favorito del nieto, uno del Quijote de La Mancha.

Estos objetos y recuerdos seguirán en manos de los hijos de Villa Betancourt. “Lo que hagan con ellos, ya es cosa de ellos”, dice, “tengo tres hijos, dos niñas y un niño, y a mi hijo para qué le pienso, también le puse Francisco Villa”.

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