El derecho de piso ya nos alcanzó, denuncian integrantes de organizaciones no gubernamentales. A punta de pistola, además de pedirles de 200 a 5 mil pesos de “cuota”, el crimen les exige pagos en especie para “darles permiso” de seguir con su labor.

Jimena, Roberto y Laura, protegiendo su identidad comparten sus historias; dicen que el crimen dio con ellos a través de la población vulnerable que atienden, con mentiras para camuflarse y acceder a los servicios que brindan para aprovecharse de estos.

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Jimena repartía despensas a mujeres damnificadas por el huracán Otis en Acapulco, Guerrero, cuando un hombre se acercó a ella, le mostró un arma y le pidió víveres extra a cambio de no lastimarla; a partir de ese día, el crimen organizado le exigió entregar despensas y una cuota económica para permitirle continuar su labor solidaria en el puerto.

La primera vez, la activista consideró que por el estado de emergencia en la zona era una reacción “natural” y accedió a la entrega, pero luego el mismo hombre, junto a otros, le impuso a la lideresa de una organización no gubernamental cobro de piso para “no comprometer” su vida.

“Al ser activista normalizas violencias porque la defensoría de los derechos humanos es un ejercicio complicado, trabajas de cerca con población en estado vulnerable, pero no había escuchado de extorsiones. El crimen organizado ya nos alcanzó”, dijo Jimena en entrevista con EL UNIVERSAL.

La joven permaneció casi tres semanas en la Costa Grande de Guerrero antes de que grupos delictivos obstaculizaran su trabajo de entrega de comidas calientes, despensas, insumos para bebés y artículos de aseo personal para mujeres, quienes son la prioridad de la organización civil que integra.

Acostumbrada a tratar con mujeres víctimas de violencia intrafamiliar, Jimena percibió que una madre que se acercó a pedirle ayuda tenía un esposo agresivo. Junto a otras dos compañeras, se percató de que el esposo de la mujer que se acercaba a pedirles ayuda las vigilaba.

“Un día viene esta persona [el esposo de la joven], me enseña un arma, me dice que le dé más despensas y yo naturalmente accedo por lo que pasa en Guerrero. Ocurre una, dos veces; luego, sin avisarnos, se van otros compañeros voluntarios y esa tarde este hombre que nos vigilaba nos exigió dinero en un tono más fuerte”, describe Jimena.

La activista desistió de regresar a la Ciudad de México, sede operativa de su organismo. Sin embargo, la situación en el puerto se complicó con el cobro de piso a transportistas y otros comerciantes, por lo que decidieron irse a dos semanas y media de haber llegado.

“Ni siquiera pensamos en denunciar. Como defensores de los derechos humanos tú ya estás mal parado frente a cualquier autoridad por tus causas. Analicé con el equipo la idea de quedarnos e ir a otras colonias cerca de la Costera, pero no era la salida tampoco ya con el miedo de que te maten por no entregar 5 mil pesos para que no te asesinen por ayudar a otros. (…) A ese nivel llegamos”.

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"Lamentablemente, me acostumbré a las amenazas de muerte"

Cuando un grupo delictivo se dio cuenta de que muchas personas entraban a la clínica de detección de enfermedades e infecciones de transmisión sexual que Roberto dirige, pensaron que movía grandes cantidades de dinero y fingieron ser pacientes con estos padecimientos para ingresar y después exigirle cobro de piso.

“Pensaron que había millones”, explica a EL UNIVERSAL el activista por los derechos de la comunidad LGBTTTIQ+, por lo que llegaron a pedirle hasta 5 mil pesos quincenales, pero tras varias amenazas de muerte, insultos homofóbicos y el aumento de la cuota Roberto decidió cerrar la clínica.

“Saben que las organizaciones civiles vivimos de donativos y que el fondo económico que tenemos es mínimo. Vivimos de la solidaridad y ni siquiera por eso estamos seguros. Había que pagarles supuestamente para que nos cuidaran de otros, para que no nos cerraran, y mejor dije: ‘cierro y se acabó’”, lamenta.

Era junio del año pasado cuando le llegaron los primeros mensajes de texto de números desconocidos. En ellos le pedían “una cooperación” para cuidar la clínica.

“Mandaban mensajes de Whats a los números oficiales del grupo, pero los ignoramos. Luego un chavo logró enganchar con mentiras y cuentos al médico, que le agendó una cita a las ocho de la noche, hora en que ya no atendemos, y ahí empezó todo el tema de la vigilancia, porque supieron cómo operábamos y los horarios.

“Empezaron a pedir 200 pesos, pero subieron la cuota hasta llegar a los 5 mil pesos quincenales y ya con amenazas directas. Mejor cerramos para no exponer al equipo a algo peor”, narra Roberto.

Por su trabajo, que es crítico frente a las deficiencias del sistema de salud actual y la falta de atención a las identidades de la comunidad diversa, Roberto está acostumbrado a ser agredido con insultos homofóbicos, agresiones físicas y amenazas a su seguridad.

“Lamentablemente, me acostumbré a las amenazas de muerte, porque como activistas el gobierno hace caso omiso porque siempre estamos al pie del cañón revisando las fallas en los servicios; entonces, tampoco me hacía sentir seguro el denunciar. Cerré la clínica y se acabó.

“Solicité apoyo al mecanismo de protección a defensores de derechos humanos y me lo dieron, pero ya nada me hace sentir seguro porque, por ejemplo, asesinaron a Samantha Fonseca, a Ociel Bahena, quienes estaban en la alta esfera pública, supuestamente protegidos”, asevera.

“Pidieron $200 por cada servicio sexual y uno para ellos”

Aunque no está implicada en redes de trata, al promover los derechos sexuales de las mujeres que viven de su cuerpo Laura, defensora de la dignidad del trabajo sexual, ha sido llamada “madrota”, “dueña de puteros” y “tratante”; por eso, cuando un grupo delictivo empezó a cobrar piso a las trabajadoras sexuales que se acercan a su ONG, supo que no podría interponer una denuncia porque sería criminalizada.

“Yo no puedo hacer absolutamente nada. Estamos atados de manos. Pareciera que por ser activistas cuando nos pasa esto no tenemos derecho a denunciar; entonces, nos aguantamos y si a mis chicas les piden una cuota por no matarlas, por no dejarlas trabajar en la calle que ellas quieran, las matan, y es sólo otra puta más asesinada”, declara la activista a EL UNIVERSAL.

Las trabajadoras sexuales que se acercan a la fundación de Laura son mujeres maduras, de la tercera edad o que están en situación de extrema vulnerabilidad.

Laura explica que cuando intentó denunciar que a las mujeres las estaban extorsionando con servicios sexuales o dinero el ministerio público le advirtió que de ser considerada como una tratante por su labor, al identificar una red, podría ir a la cárcel, pues habría que investigarla primero a ella y al grupo de mujeres “que regenteaba”.

“La casa [el lugar donde recibe a las trabajadoras sexuales] no es un secreto para nadie en la colonia. Mujeres entran y salen con condones, recetas médicas de las jornadas de ginecología, ropa, comida y de ahí se van a sentar a un parque que está muy cerca o a los hoteles de paso de la vuelta. Pienso que los delincuentes se dieron cuenta de nuestra actividad y pensaron que tenemos mucho dinero. Fue en agosto cuando llegaron en moto la primera vez a pedirles la cuota, no se quitaron el casco. Llegaron a cobrarles a mujeres que juntan para vivir al día, entonces fue claro que el objetivo no eran ellas (…) Pidieron 200 pesos por cada servicio sexual que dieran, un servicio para ellos o convertirse en un punto de entrega [de drogas], y accedieron a entregar el dinero por miedo, pero el costo se elevó y no sabíamos qué hacer porque no podemos denunciar”, detalla Laura.

Luego, a través de las cámaras de vigilancia de la casa se dio cuenta de que ya no sólo esas mujeres estaban siendo asediadas, también el equipo operativo, y acertó, porque días después otro hombre entregó un paquete en una caja de cartón con un cuchillo, aparentemente lleno de sangre, y una nota en la que les exigían cuota para permitirles operar.

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