El 28 de enero del 2019, Aldo Gutiérrez Solano regresó a su casa. Fue a celebrar su cumpleaños. Llegó vestido con una camisa de mangas largas a rayas rojas y blancas y un pantalón café. Se miraba repuesto, tenía de vuelta los cachetes bien marcados y su cuerpo fornido. Se volvió a acostar en la hamaca del pasillo. Estuvo contento, rodeado de toda su familia, algunos amigos y personas que lo han apoyado.

Todos se dieron cuenta de su felicidad, durante las horas que estuvo en casa no dejó de mover los dedos de su mano derecha, una de las forma que ha aprendido para demostrar su estado de ánimo.

La alegría de Aldo no era para menos, desde hace cinco años no pisaba su casa, la bala que le atravesó la cabeza de derecha a izquierda la noche del 26 de septiembre del 2014 en Iguala lo dejó rozando la muerte: en coma.

El disparo le dañó 65 por ciento del cerebro, lo dejó inerte.

Desde los primeros diagnósticos la muerte lo acechó. Cuando la familia recibió la noticia del ataque, les dijeron que Aldo había muerto. Cuando Leonel, su hermano, lo halló tirado en el suelo en el hospital general de Iguala, los médicos le dijeron que no había posibilidad de que sobreviviera.

Sin embargo, Aldo se aferró a la vida y su familia se aferró a la vida de Aldo.

Sus padres y sus 13 hermanos lo han acompañado desde aquella noche, lo cuidaron en todos los hospitales que estuvo y ahora, en Ayutla, donde volvió hace dos años, pasa igual.

Aldo no está solo, está con su familia.

La última noche

La noche del 22 de septiembre del 2014, Aldo se acostó en la hamaca del corredor de su casa, ahí le gustaba descansar. Gloria Solano, su madre, lo percibió raro, demasiado pensativo.

No dudo: fue a preguntarle qué tenía. Aldo estaba preocupado porque regresando a Ayotzinapa venían días pesados.

“Yo le dije que no se fuera, pero me dijo que era del comité y que a los del comité los echan por delante.” recuerda Gloria sentada en el comedor de su casa en Tutepec, en Ayutla, en la Costa Chica de Guerrero.

Esa noche no cenó ni tomó el café como le gustaba, recuerda Gloria.

A la mañana siguiente, Aldo almorzó y se fue a Ayotzinapa.

La tarde del 26 de septiembre, “todavía había sol”, cuando Aldo le marcó a Gloria. Le contó que ya iban de salida de la normal, pero en realidad la llamó para decirle que al día siguiente, el sábado, cuando amaneciera salía para Ayutla. Le pidió que guardara una jarra con chilate, que se apuraría para almorzar juntos.

Lo encontraron

La noche del 26 de septiembre del 2014, en la casa de Aldo, en Tutepec, fue una mala noche.

“Esa madrugada ninguno de los hermanos pudo dormir, no sé si era un presentimiento de lo que le estaba pasando a Aldo en Iguala”, dice Leonel, uno de los hermanos de Aldo.

El presentimiento se cumplió. Apenas amanecía, cuando Leonel recibió la primera llamada.

Era su suegra: “ya viste, mataron a Aldo”.

Leonel lo dudó. Su suegra volvió a marcarle. El mismo mensaje: a Aldo lo asesinaron en Iguala.

Entonces, Leonel se levantó, fue a hacer una recarga y le marcó a su hermano Ulises, un profesor egresado de Ayotzinapa que vive en Tixtla, cerca de la normal.

“Me dijo que no podía comunicarse con Aldo, pero sabía que había chavos desaparecidos, muertos, heridos en Iguala”, recuerda.

Leonel se fue a la casa de sus padres, actuó con sigilo, no quería que su mamá se enterara sin antes saber bien qué estaba pasando con Aldo. Le avisó a su papá y le dijo que tenían que ir a Iguala por Aldo.

Un primo los llevó a Iguala, Leonel recuerda que estaba en shock, no podía manejar. En el camino recibió la llamada de otro primo que contactó a una amiga en Iguala que había localizado a Aldo en el hospital. Estaba vivo.

“Entre al hospital lo vi como nada más brincaba, como que ya se estaba acabando, estaba tirado en el piso, sangrado, golpeado, todo morado y sólo tenía una bolsa con hielos en la cara”.

Aldo fue el primer normalista de Ayotzinapa que recibió un disparo por la Policía de Iguala y criminales esa noche en la avenida Álvarez en Iguala. Fue uno de los estudiantes que bajó del autobús para mover la patrulla de la Policía de Iguala se les atravesó. Ahí comenzó el horror que terminó con la vida de tres jóvenes y la desaparición de otros 43.

La batalla

En el hospital general de Iguala, los médicos dijeron que había muy poco qué hacer por Aldo: tenía 20 por ciento de posibilidades para que sobreviviera.

“El director del hospital, que no recuerdo su nombre, se portó muy mal con nosotros, nos dijo que para que atendíamos a Aldo, si como quiera se iba a morir”, dice Leonel.

Aldo y su familia se aferraron a ese 20 por ciento. Leonel y su papá pidieron que lo atendieran, que hicieran todo por la vida de Aldo.

“Al siguiente día preguntamos por Aldo y nos dijeron lo mismo: que se iba morir”, dice Leonel.

En ese hospital, Aldo estuvo internado 15 días hasta que llegó la ayuda gubernamental. De inmediato pidieron que lo trasladaran para que recibiera la atención adecuada.

En el hospital de Iguala les advirtieron que si lo sacaban iba a morir.

Corrieron el riesgo.

En el Instituto Nacional de Neurología, en la Ciudad de México, lo atendieron.

“Los médicos nos dijeron que nos tardamos mucho en trasladarlo, porque la sangre coagulada le dañó otros órganos, porque no se la drenaron. Ahí entendimos que iba ser un proceso muy largo, en ese hospital estuvimos un año y ochos meses. Nos sentimos muy presionados cuando Aldo llegó a Neurología se puso bien delgado, pensamos que hasta ahí iba a llegar”, explica.

Entonces, la familia pidió la intervención de médicos más especializados. De Cuba llegó un grupo de médicos para revisar a Aldo. Dieron una pequeña esperanza, pero tenían que cambiarlo de hospital.

“Nos dijeron que todo lo que se le tenía que hacer por los daños en la cabeza ya se había hecho, nos recomendaron que ya tenía que comenzar su rehabilitación”.

En el hospital de rehabilitación comenzaron los cambios: subió de peso, inició a mover los ojos, las manos.

La familia decidió que Aldo no podía pasar el resto de su vida en un hospital.

Casa nueva

Aldo regresó el 8 de octubre de 2018 a Ayutla, le construyeron un lugar con las condiciones que requiere para recibir la atención adecuada. Ese lugar, es como un cuarto de hospital, que en su familia la nombran como la “casa” de Aldo.

Que Aldo esté en esta nueva casa significa un alivio para toda su familia. Primero para sus padres. Doña Gloria y don Leonel lo pueden ir a ver cuando lo deseen. Cuando estaba en la Ciudad México era casi imposible, los dos son hipertensos, la altura los pone mal.

“En México iba hasta cada cuatro meses por lo de mi presión, llegaba y al otro día nos veíamos, me comenzaba a doler la cabeza”, dice Gloria.

Ahora lo tiene a media hora de Tutepec.

Pero no sólo es un alivio para sus padres, también para sus hermanos. En los casi cuatro años que estuvo internado en hospitales de la Ciudad de México, fueron días complicados, aunque se organizaron. De dos en dos cada semana cuidaban a Aldo en los hospitales.

Todos los hermanos aprendieron a atenderlo, a prepararle sus alimentos, a bañarlo. Para todos fueron días difíciles, perdieron días de trabajos, convivencias con sus propias familias pero nunca dejaron solo a Aldo.

“Si Aldo hubiera tenido uno o dos hermanos ya se hubiera muerto o lo hubieran abandonado”, dice Leonel en referencia a su amplia familia.

Ahora en su “casa” de Ayutla, los hermanos siguen cuidando a Aldo, pero uno por día, las jornadas son menos intensas y todos están cerca.

A Aldo no sólo le dan atención, siempre buscan que se integre de nuevo a la familia, lo motivan para que se recupere.

Hasta antes de la pandemia, a Aldo lo llevaron seis veces a la casa de sus padres y otra veces todos fueron a su “casa” a festejar algún cumpleaños o simplemente a convivir con él.

También lo consienten: le ofrecen todo lo que le gusta, la música que escuchaba, las películas, los partidos de fútbol. Le compraron la playera, calcetas, una colcha y su balón del equipo de su sueños: el América.

Todo eso estimula a Aldo. Desde que está en Ayutla va construyendo más mecanismo para comunicarse: cuando quiere que le sigan platicando no deja de parpadear. Cuando le da gusto ver a alguien le aprieta la mano, como hace siempre que ve a su mamá. Cuando algo no le interesa bosteza. Cuando está contento no deja de mover los dedos de su mano derecha, como si llevara el ritmo de una canción. Todo esto motiva a su familia.

“Con el tiempo se va a recuperar, en el hospital nos contaron de un joven que estuvo en coma 22 años y salió caminando”, dice don Leonel con los ojos brillosos.

El último susto

En mayo, Aldo comenzó a tener fiebre, hasta 39 grados, los ojos se le pusieron rojos, los pies morados y se comenzó a hinchar. Tenía diarrea. Los médicos no descifraban el padecimiento.

La familia pidió que le hicieran la prueba de Covid-19. Salió positivo. Todos se pusieron nerviosos. Pero recurrieron a lo de siempre: se organizaron. Los cuidados se volvieron más rigurosos, tuvieron que usar trajes de bioseguridad un mes y medio con el calor sofocante de la Costa Chica.

Si la salud de Aldo se complicaba la familia y las autoridades de salud ya tenían un protocolo; sería trasladado al hospital general de Acapulco, El Quemado.

Incluso a la familia le ofrecieron esa posibilidad, pero se negaron, no tenían ninguna certeza de que recibiera la atención que requería.

A sus padres los aislaron, los dos son de alto riesgo en esta pandemia.

Aldo comenzó a recibir el tratamiento y las mejoras se hicieron notar al tercer día. La fiebre comenzó a ceder y 25 días después Aldo se restableció.

“La volvió a librar este chamaco”, dice Leonel.

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