Washington.— A pesar de que se encierre en la Casa Blanca sin actos públicos ni abrir la boca más allá que a través de Twitter, encerrado en un búnker del que no quisiera salir nunca, terminará abandonando la residencia presidencial el 20 de enero. Ninguna de sus estrategias poselectorales de subvertir y dinamitar las instituciones democráticas, poniendo en jaque incluso la raíz misma de la república estadounidense, funcionó, y Trump pasará a ser exmandatario mal que le pese.

En estos últimos días de fin de la era Trump, que se convertirá en presidente de un único mandato, queda margen para que continúe con su asedio a lo establecido y trate de imponer su disrupción provocadora de múltiples terremotos. Pero ya con más los pies más fuera que dentro del Despacho Oval, una pregunta —que salta casi de inmediato— está sobrevolando Washington: ¿significará el fin del trumpismo?

Su regreso a la vida civil es una incógnita. Ha jugado con la idea de anunciar que se presenta en 2024 el mismo día que abandone la Casa Blanca, en un acto paralelo que sabotee la toma de posesión del demócrata Joe Biden. Ha insinuado que irá a vivir a su resort de Mar-a-Lago en Florida, que iniciará su conglomerado mediático. Tendrá que enfrentar con toda probabilidad la persecución judicial por acusaciones de fraude; se encontrará con deudas millonarias que pagar. ¿Pero qué pasará con su legado político?

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Definir el trumpismo es para muchos algo totalmente imposible. “No es claro que exista algo llamado trumpismo, más allá de la personalidad y rencores de Donald Trump”, escribía hace poco el periodista David Frum en The Atlantic.

“Trump tiene ciertas inclinaciones, ciertas aspiraciones, ciertos desagrados, pero son cambiables y variables, y es parte de la aproximación de Trump al mundo: sin reglas, siempre improvisando, siempre luchando”, apuntaba el periodista y comentarista conservador Matthew Continetti, en una videocharla organizada por el laboratorio de ideas de tendencia conservadora American Enterprise Institute.

Nada que ver con movimientos precedentes como el reaganismo, por ejemplo, con ideas muy claras, una “filosofía bien desarrollada que llegó a la visión pública”. “No es el caso de Donald Trump”, resumía el comentarista, si bien hay rasgos claros que podrían definirlo: nacionalismo económico, aislamiento internacional, restricción de la inmigración. Para muchos expertos, sin embargo, nada de eso tiene sentido sin la propia figura de Trump, eje diferencial con su volatilidad e imprevisibilidad, además de su poder de arrastrar miles de fanáticos. ¿Puede el trumpismo sobrevivir sin la personalidad y estilo del actual líder?

“El trumpismo sin Trump es el trumpismo sin el entusiasmo que movilizó a sus seguidores”, apunta Frum. Para Rick Tyler, exasesor del senador republicano Ted Cruz, el trumpismo es “una secta”. Para el politólogo Seth Masket, de la Universidad de Denver, el trumpismo representa “una lealtad a él más que a una ideología concreta. Es una alternativa al conservadurismo”.

Como escribía Nicholas Lemann en la revista de The New Yorker, no se puede desligar a Trump de la reacción popular y política contra la “inseguridad económica y la inequidad” que se ha producido en la última década, movimiento que ha visto su réplica en países como Brasil, India o Hungría.

Ahí reza parte del dolor de cabeza del conservadurismo tradicional estadounidense. Uno de los grandes debates internos del Partido Republicano es si el trumpismo es un nuevo movimiento que indica el camino hacia el que tiene que ir la derecha o, simplemente, una coalición concreta y adecuada para un momento concreto y adecuado que va a pasar como si nada y que sólo se entiende por el surgimiento de una figura como Trump.

“El Partido [Republicano] es ahora más populista que conservador”, decía Glen Hubbard, asesor económico del gobierno de George W. Bush y de la campaña presidencial del republicano Mitt Romney (2012) y Jeb Bush (2016), a The New Yorker.

A simple vista parece que no será algo pasajero. Es sorprendente cómo, tras la certificación de resultados del Colegio Electoral y el trabajo de Joe Biden como presidente electo oficial, centenares de congresistas republicanos todavía rechazaron hablar en público de la derrota de Trump. El liderazgo conservador tardó casi 40 días, pero finalmente rompió con el presidente en su cruzada fútil y grotesca para intentar revertir los resultados electorales.

Lo que no se sabe es si se hizo como forma de supervivencia, por responsabilidad democrática o, sin embargo, como primera muestra de la oposición del partido al trumpismo y el intento de inicio de volver a la tradición republicana. “[Trump] está dejando el partido en una posición mejor que cualquier otro presidente de un solo mandato”, recordaba Continetti.

Tiene razón: a pesar de un gobierno totalmente caótico, disruptivo y extremadamente heterodoxo, Trump consiguió amasar más de 74 millones de votos, 12 millones más que cuatro años antes, y ayudó a que el Partido Republicano consiguiera recuperar asientos en la Cámara de Representantes, aunque no los suficientes para voltear la mayoría y recuperar el control.

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El poder a nivel estatal también está en un buen momento, y en función de lo que pase el 5 de enero en Georgia, el partido todavía tendría las llaves del poder en Washington con una política de bloqueo en el Senado.

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El futuro del trumpismo no es sólo una pregunta que se hacen los republicanos: también los demócratas, que si de algo se han aprovechado es del rechazo al movimiento trumpista, gasolina necesaria para sacar a la gente a la calle y hordas de votantes a las urnas. Si Biden ganó las elecciones es, en gran parte, por el movimiento antiTrump, única forma en la que se entiende la recuperación del poder de la Cámara de Representantes en 2018. “Igual que Donald Trump despertó una lealtad feroz, también una equiparable antipatía feroz”, recuerda Frum.

Sin haber encontrado la tecla para renovarse, sin soluciones a los problemas de los estadounidenses y con un liderazgo viejo y caduco, el único combustible era el odio al presidente en el cargo y todo lo que representaba.

Pocos quieren hacer elucubraciones sobre qué va a pasar. Parece como si nadie quisiera entrar al trapo ni hacer un análisis sobre eso, en gran parte porque, como ha demostrado todo este tiempo, cualquier augurio es pura especulación por culpa de la volatilidad y el talante imprevisible del todavía presidente.

En paralelo, habrá que ver cómo se adapta el mundo a la inexistencia de Trump en la Casa Blanca, y si es capaz de arrastrar el mismo poder de imantación mediática, algo que podría ayudar y mucho a la permanencia o no del trumpismo. Tal y como dice Continetti, en los últimos cinco años Trump ha ejercido indirectamente de editor de contenido de la gran mayoría de medios de comunicación, monopolizando todas las conversaciones, y de la decisión que tomen sobre la pospresidencia de Trump dependerá mucho el mantenimiento, auge o caída del trumpismo en la esfera mediática y de la opinión pública.

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Por ahora, mirando los números, la base lo tiene más claro. A pesar de su derrota electoral, su influencia en el partido parece que se mantendrá invariable. Una encuesta reciente de Echelon Insights reveló que 39% de los republicanos quieren que la voz que lidere durante la presidencia de Joe Biden sea la de Trump, mientras que 33% preferirían alguien con “un estilo más disciplinado” pero con las políticas trumpistas.

Sin embargo, en una encuesta de Morning Poll, cuando se les pregunta a los republicanos quién debería ser el candidato en 2024, más de la mitad (53%) dijo que Trump. Nada hace pensar que, por lo menos, estará jugando con la idea durante mucho tiempo, ni que sea para alimentar su necesidad de ser relevante, marcar agenda y salir en televisión.

“Tendemos a olvidar que la secuela de The Art of the Deal (El arte de la negociación) fue The Art of the Comeback (El arte del regreso)”, recuerda, medio bromeando, Continetti, haciendo referencia a dos de los libros publicados por Donald Trump, ambos escritos por personas contratadas para ello.