San José.— En las esquinas de cualquier barrio de Honduras, Guatemala, El Salvador, Colombia, Argentina, Brasil, México, Belice, Perú o Ecuador las escenas matutinas arrastran muerte y terror, y exhiben los saldos sangrientos de las batallas en la noche anterior o la madrugada previa entre los sicarios de las redes narcotraficantes.

Ya sea envueltos en sacos grandes o al descubierto, los cadáveres descuartizados, calcinados o devorados por animales exponen a mujeres y hombres víctimas de las guerras por el control del tráfico de drogas.

Hondureños, guatemaltecos, salvadoreños, colombianos, argentinos, brasileños, mexicanos, beliceños, peruanos o ecuatorianos que se dirigen en las mañanas a sus labores cotidianas prefieren actuar indiferentes ante lo que es un decorado que se les presenta con frecuencia.

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Todo apunta a la normalización de la narcoviolencia en América Latina y el Caribe, en un fenómeno estimulado por una realidad: ante la impunidad que favorece a los criminales, los ciudadanos optan por el silencio y por aparentar actuar con alguna de las formas de la indiferencia: impasibles, imperturbables, insensibles, neutrales, apáticos, desinteresados, indolentes o displicentes.

“Esas formas de violencia son ‘normales’ en Colombia de tiempo atrás”, afirmó el economista colombiano Jorge Restrepo, director del (no estatal) Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos, de Bogotá.

Al firmarse la paz en 2016 y desaparecer el choque del gobierno colombiano con las ahora disueltas guerrillas comunistas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) “que ponía en riesgo la seguridad nacional y consumía gran parte de los recursos de seguridad estatal, ese tipo de violencia se hizo más visible que antes, pero siempre ha existido”, aseguró. “Es la violencia que explica la gran mayoría del homicidio en Colombia”, dijo Restrepo a EL UNIVERSAL.

Tras aclarar que “no se puede confundir esa violencia como si fuera nueva o creciente. Siempre ha sido el piso, un piso muy alto, de los homicidios en Colombia”, y relató que “es una violencia que se explica tanto por disputas entre grupos criminales como por disputas dentro de los grupos criminales y asociada con la forma de ‘cobro’ típica del crimen organizado (...) Las disputas han podido aumentar por el fenómeno de ruptura de los cárteles, como el del Golfo, ahora llamados clanes aquí [en Colombia], y en general de los grupos criminales que generan esas pugnas entre grupos ‘sucesores’ o emergentes. De allí la percepción del aumento y más visibilidad”, relató.

“Muchas de esas pugnas se hacen con formas de violencia públicas, atroces, con masacres, descuartizamientos y la disposición de los cuerpos en lugares públicos para enviar un mensaje a los contendores. De allí también la mayor visibilidad”, subrayó.

Para la pedagoga y máster de género hondureña Migdonia Ayestas, directora del Observatorio de la Violencia de la (estatal) Universidad Nacional Autónoma de Honduras, “la gente se acostumbra a que la droga se venda y transite por espacios comunitarios y que los responsables vivan en sus barrios”. Al destacar que los pobladores “no pueden denunciar porque las autoridades no hacen nada y todo se vuelve normal”, describió que “el narcotráfico se instaló” por factores como leyes ineficaces o inexistentes y controles deficientes de seguridad y defensa (...) [También] por funcionarios coludidos y que apoyan esa acción [criminal], comunidades que están siendo abatidas, desplazadas y que, por miedo, no hablan, y por políticas sociales poco eficaces que hacen que se perpetúe la pobreza y sin que salga adelante con necesidades básicas insatisfechas”, relató Ayestas a este diario.

“Mientras no se trabaje por una mayor calidad de la educación y por más fuentes de empleo especialmente para los jóvenes, esto seguirá prosperando porque es dinero fácil. Hay poca posibilidad de aplicarle la justicia a los grupos ilícitos”, planteó.

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Vieja compañera

El fin de semana del 25 al 27 de marzo de este año, El Salvador registró 87 homicidios y el 26, con 62, pasó a la historia como la fecha con más muertes violentas luego de que, en enero de 1992, se firmó la paz entre las guerrillas izquierdistas y el gobierno derechista de turno en un conflicto bélico que se saldó con unas 80 mil bajas mortales y estalló en 1980.

Las cifras salvadoreñas alertaron del más grave repunte de asesinatos en los últimos 30 años de posguerra. Más de 26 años después de suscrita la paz en Guatemala, con una Guerra Civil que, de 1960 a 1996, dejó más de 250 mil muertos y desaparecidos, la violencia tampoco cesa.

“La violencia ha sido el común denominador en la vida de los centroamericanos”, lamentó el abogado guatemalteco Nery Rodenas, director de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala. En una entrevista con este periódico, mencionó que “la violencia es cada vez más fuerte, ataca, afecta y se extiende a niñez, juventud, adolescencia y mujeres. El narcotráfico ejerce una presencia bastante fuerte en Centroamérica, punto de tránsito [de droga] a los grandes mercados del norte (...) Preocupa que el respeto por la dignidad de la persona cada vez es menos. Observamos actitudes más crueles, más deshumanizadas y sin ningún respeto por el ser humano… aun después de muerto. No sólo ejecutan a personas para venganzas y acciones para sembrar terror. No se conforman con ejecutarlas”, señaló.

Por vivir en uno de los países más violentos de América Latina y el Caribe, Rodenas conoce a profundidad los extremos y las atrocidades en actos sanguinarios: “Han desmembrado personas para generar más terror y mandar un mensaje de miedo a la población. Lo más conveniente es no aceptar estos hechos ni verlos como normales. Debemos revelarnos contra la violencia y el mal, y generar una actitud para asumir con responsabilidad y valentía el momento que nos toca vivir”.

Impunidad

Aunque sin estar generalizada, la impunidad persiste en la zona: sin castigo a los criminales, la población calla ante la narcoviolencia.

“Para que no se normalice la violencia se requieren sistemas judiciales que funcionen y policías que hagan un trabajo efectivo y sin violar los derechos humanos”, sugirió la abogada venezolana Tamara Taraciuk, directora interina para las Américas de Human Ri- ghts Watch (HRW), organización mundial no estatal de Washing- ton de defensa de los derechos humanos: “Se necesita que quienes cometan delitos sean investigados y juzgados. Lamentablemente en muchos lugares eso no ocurre, porque no hay independencia judicial o hay independencia judicial limitada o las policías no hacen su trabajo, son corruptas”, aseveró a este medio.

“Influye la sobrepoblación carcelaria. En muchas cárceles de la zona hay vínculos entre grupos delictivos y fuerzas de seguridad y desde allí se controlan las acciones criminales. Con todos esos elementos se genera un caldo de cultivo para que la violencia continúe”, reiteró.

Sin control

La narcoviolencia se posesionó del continente. En una calle de Rosario, capital de la central provincia (estado) argentina de Santa Fe, la policía halló cuatro cadáveres, dos a la intemperie y dos calcinados en un automóvil, en la noche del 18 de abril pasado.

Con un promedio preliminar oficial de un homicidio cada 31 horas y con 85 asesinatos de enero a abril de este año frente a 77 en el mismo periodo de 2021, “la escalada de violencia” en Rosario “enciende todas las alertas”, por lo que “las cifras cotidianas corren el riesgo de naturalizarse”, advirtió el periódico Tiempo Argentino, de Buenos Aires.

“Siempre me he planteado por qué la violencia en general, no sólo narcoviolencia, o la falta de empatía por el otro genera en la sociedad que la violencia esté naturalizada”, comentó a este diario el sicólogo argentino Mario Dupont, sicoanalista de la Dirección General de Salud del gobierno de Buenos Aires: “Tiene que ver con una forma síquica del ser humano de defenderse de tanto sufrimiento social. Por el consumismo, la gente se aísla cada vez más dentro de un mundo de tecnología. Cada vez hay menos vínculos. Se deshumaniza. Hay una mezcla de deshumanización, de desinterés y desvalimiento social frente al dolor por el sufrimiento de otro ser humano”, agregó.

“Es un fenómeno social que cada vez está avanzando más. Es una forma de bloquear el dolor. Al verlo cada vez más seguido, de manera defensiva digo: ‘Desestimo esto, no me duele, no existe, lo dejo de lado’. Y lamentablemente cada vez hay más violencia”, destacó.

“Desgraciadamente la normalización de la narcoviolencia es un fenómeno natural”, argumentó el sociólogo peruano Fernando Rospigliosi, exministro del Interior y expresidente del (estatal) Consejo de Inteligencia de Perú: “Esto crece poco a poco. La escala de crímenes aumenta. Los estados en América Latina son muy precarios y en muchos lugares están penetrados por el narcotráfico y el crimen organizado y son incapaces de combatirlos o frenarlos y sucede lo inevitable: la sociedad se acostumbra al aumento progresivo de la violencia y se ve impotente de impedirlo”, puntualizó a este periódico.

Según el exministro, con las sociedades sin poder frenar al crimen y la violencia “ocurre una dispersión, disgregación, fragmentación: cada individuo, familia, grupo o comunidad trata de sobrevivir de la mejor manera posible en esta ola y recurre al… ¡sálvese quien pueda!”.

De lo contrario, el tenebroso aviso matutino de la narcoviolencia aparece en las esquinas de barrios latinoamericanos y caribeños… sin vida.

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