Baltimore.— Llevan 340 kilómetros en las piernas y han sufrido sol, lluvia y viento. Que el invierno se haga presente con los primeros trazos de nieve y frío polar no es nada para las decenas de jóvenes y activistas que hace 14 días caminan desde la Estatua de la Libertad, en Nueva York, hasta el Tribunal Supremo, en Washington, para reclamar que, pese a no tener documentos, que el programa DACA peligra y la retórica antiinmigrante les hiere, su casa está en Estados Unidos. No piensan moverse.

Frente a la alcaldía de Baltimore, penúltima de sus paradas antes de llegar a la capital del país, les esperan decenas de activistas, colegas y simpatizantes de la causa. De pronto suenan unos tambores y se abre paso un pelotón: los participantes, armados con pancartas, mochilas y sacos de dormir, llegan a la cita y son recibidos con aplausos y vítores.

Los tambores son una fiesta, pero también una advertencia: los jóvenes están en la lucha. Que tiemble quien se atreva a enfrentarse a ellos.

Su próximo desafío tiene fecha y lugar: el próximo martes en Wa-shington, cuando los jueces del Alto Tribunal escucharán los argumentos para decidir si la supresión que quiere el presidente Donald Trump al DACA , que da protección a la deportación a más de 700 mil jóvenes (casi 80% de ellos mexicanos), puede ejecutarse y acabar con las esperanzas de los dreamers.

No van a callarse, gritan puño en alto. Toma la palabra Maricruz Abarca, mexicana, dreamer, con tres hijos. Expresa la angustia en la que vive con una frase contundente: “Estoy entre la deportación y soñar en grande”.

Justifica su ansiedad con una pregunta retórica, dirigida a todos los que la oigan y, en especial, a los jueces que dictaminarán su vida: “¿Cómo puedo dar lo mejor de mí misma sin mezclar el hecho de que esta gente, el Supremo, tiene mi futuro en sus manos? Y no sólo el mío, también el de miles de personas”.

Están enojados, tristes, esperanzados, atemorizados; desprenden alegría, ilusión, ganas de luchar. “Marchamos para construir una comunidad, cuidar los unos de los otros, compartir amor y compasión. También intercambiamos comida, calcetines, champú, jabón de baño y la cama”, dice entre risas el coreano Jung Woo Kim.

La sonrisa del asiático contrasta con el nerviosismo de Carolina Morán, mexicana sin papeles para acreditar su estancia, con cuatro de sus cinco hijos protegidos por el DACA. “Por ellos vine a este país y por ellos marcho”, proclama.

“Hemos visto los primeros copos de nieve. Hay un dicho en Corea que si piensas un deseo con la primera nieve, se va a cumplir. Pedí uno, pero es secreto”, apunta Kim, que después confiesa: “Nuestro deseo es defender DACA y el Estatus de Protección Temporal, aquí y ahora. Y ciudadanía para todos”.

“Nuestro hogar es la familia y nuestra comunidad, y eso está aquí”, recuerda Mónica Camacho, mexicana que cruzó la frontera muy joven y lleva 18 años en Baltimore.

Eliana Fernández, ecuatoriana, dejó en casa dos hijos para integrarse a la marcha, promete que hará lo posible el próximo martes dentro de la Corte para que los jueces les vean “como los humanos que somos”, y está convencida de que tomarán una decisión que les pondrá “del lado correcto de la historia”.

Los relatos se acumulan y el frío no afloja, pero les importa poco, porque tienen tanta fuerza para defender lo suyo: una vida en el país que, si bien no les vio nacer, les da todo.

Terminan los parlamentos y aparecen los buenos deseos. Vuelven las mochilas a las espaldas y los pasos hacia Washington. Sólo les quedan 60 kilómetros para su destino.

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