Washington.— Finalmente este miércoles se baja el telón del espectáculo dantesco que han sido las elecciones presidenciales en Estados Unidos y, de rebote, la presidencia del indescriptible Donald Trump. Hoy el Congreso, en sesión extraordinaria conjunta, ratificará los resultados de las elecciones de hace más de dos meses, y el triunfo sin discusión de un Joe Biden que tiene que asumir el poder en exactamente dos semanas. 

Pero, como todo en los cuatro años de Trump al frente de los Estados Unidos, se espera que la sesión sea un circo indescriptible, un evento que vuelva a poner a temblar las instituciones democráticas del país, que deje en vilo a los estadounidenses, que divida y polarice todavía más una nación fracturada.  

La victoria que no consiguió en las urnas, ni con recuentos exprés, ni con más de medio centenar de demandas judiciales, Trump quiere conseguirla con un movimiento prácticamente antidemocrático, jugando sus últimas bazas apostando a la lealtad infinita de legisladores republicanos que ven en él el líder omnipotente del partido y la senda que tiene que seguir el partido de ahora en adelante. 

Hasta ahora, la lectura de resultados era un trámite protocolario sin casi ninguna sorpresa: en 2016, por ejemplo, duró solo 23 minutos, y eso que hubo quejas y se certificaba como presidente a una figura tan polarizante y estrambótica como Donald Trump. Cuatro años después, lo que tendría que ser un momento institucional se convertirá en un campo de batalla. 



Ahora, al menos una docena de senadores conservadores, con el apoyo imprescindible de varias decenas de congresistas afines, han anunciado que votarán en contra de ratificar los resultados electorales, dando pie a un proceso que se va a enmarañar sin que fuera necesario.  

Por el momento se sabe que habrá objeción a los electores de tres estados: Arizona (queja liderada por el republicano Ted Cruz), Georgia (propuesta por Kelly Loeffler, senadora que buscaba la reelección en las elecciones de ayer en ese estado) y Pennsylvania (oposición encabezada por el senador Josh Hawley, el primero que anunció su voluntad de torpedear el proceso con claras intenciones presidenciales en 2024). 

Por si fuera poco, para añadir más leña al fuego y caldear el ambiente, Trump, mintiendo y demostrando su analfabetismo del funcionamiento de la democracia que ha liderado durante cuatro años, otorgó al vicepresidente el poder de aceptar o rechazar resultados y compromisarios del colegio electoral, algo profundamente falso. 
“Espero que Mike Pence cumpla con nosotros, tengo que decirlo”, amenazó el lunes Trump. “Claro que si no cumple, no lo estimaré tanto”, añadió.  

 El rol de Mike Pence es puramente protocolar, maestro de ceremonias de la jornada como presidente del Senado; eso sí, las palabras de Trump lo dejan entre la espada y la pared, teniendo que decidir si se aferra a la institucionalidad constitucional o da alguna señal de su lealtad al líder. 



La gente cercana a él afirma que no se saldrá de su papel. El paso que dé puede elevar o enterrar posibles aspiraciones presidenciales en 2024. 

Las mismas aspiraciones que varios de los senadores que quieren liderar el espectáculo de hoy, como Cruz o Hawley, que con la petición de creación de una “comisión” de investigación sobre un fraude electoral del que no hay pruebas dos meses después de las elecciones, es evidente que sólo quieren tener cuota de pantalla y protagonismo. Especialmente cuando su esfuerzo va a ser en vano, con cero opciones de triunfar, con todos los demócratas y buena parte de la bancada republicana dispuesta a aceptar el proceso que se ha seguido durante décadas y garantizar el traspaso de poderes pacífico, aunque sea a desgano.  

El evento puede tardar varias horas, incluso alargarse hasta el jueves. Cada objeción al resultado de un estado provocará un debate en cada cámara de dos horas, y una posterior votación sobre la aceptación o no de la objeción y, por tanto, de los resultados en ese estado: en total, entre tres y cuatro horas por estado sobre el que se presente alguna queja.  

Sea como sea, sea cuando sea, terminará con Biden certificado (una vez más) como futuro presidente. Será Pence el encargado de certificar finalmente la derrota del Trump y de él mismo, enterrando al fin una saga de teorías de la conspiración que se ha hecho eterna y confirmando lo que ya se sabía: que Joe Biden será el próximo presidente de Estados Unidos a partir del 20 de enero. 



Si dentro del hemiciclo habrá conflicto, las calles del centro de Washington otra vez se han tapiado con tablas de madera para evitar desperfectos porque, otra vez, centenares de seguidores de Donald Trump han aterrizado en la capital para defender la paranoia presidencial de que no perdió las elecciones, de que hay un fraude electoral inexistente, de que fue víctima de un robo masivo del que es incapaz de presentar pruebas porque, simplemente, no las hay. 

“Washington está siendo inundada por gente que no quieren ver una victoria electoral robada por envalentonados demócratas de la izquierda radical. Nuestro país ya ha tenido suficiente, no lo van a aceptar más. Los escuchamos (y queremos) desde el Despacho Oval”, tuiteó el presidente, que cada día demuestra con más firmeza que vive en una realidad paralela que se ha construido con sus delirios y fantasías.  

Hoy está previsto que salga de la residencia presidencial para dirigirse a sus fanáticos que siguen defendiéndolo a capa y espada, con gritos de que “paren el robo” que dicen estar sufriendo y exigiendo al Congreso que permita al todavía mandatario subvertir los resultados decididos por el pueblo estadounidense en las urnas. 

Ayer ya hubo las primeras concentraciones de sus fanáticos, y hoy está previsto una movilización mayor liderada por grupos de extrema derecha, neofascistas y milicias como los Proud Boys, agrupación violenta que augura altercados seguros en la capital estadounidense. La alcaldesa de Washington pidió a los residentes que no se acerquen al centro de la ciudad, la policía recordó que es ilegal portar armas, y la Guardia Nacional está en alerta por si tuviera que actuar, teniendo en cuenta los altercados y choques violentos tras las manifestaciones pro-Trump. 



Al aterrizar en Washington, el líder de los Proud Boys, Enrique Tarrio, fue detenido por vandalismo y tenencia de armas, tras destrozar un cartel de Black Lives Matter de una iglesia afroamericana en las últimas protestas en la ciudad. Ayer, un juez le prohibió estar en la capital, dejando al grupo neofascista sin su cabecilla.