Washington.— Hay una consigna clara que empuja a la Casa Blanca de Joe Biden: “No hay tiempo que perder”. Esa fue la primera frase que apareció en la renovada cuenta oficial del presidente de Estados Unidos en Twitter, y no hay día que alguien de la nueva administración la diga de esa forma tan literal o con una fórmula parecida de idéntico significado.

El gobierno Biden lleva una semana al frente de los EU y tiene mucha prisa. Mucha prisa y una necesidad frenética de cambiar el rumbo de un país inmerso en varias crisis a la vez a las que tiene que dar respuesta cuanto antes. No sólo es la pandemia de coronavirus: es también el problema económico que deriva de eso y la demostración de la existencia de un paupérrimo sistema sanitario; la crisis de credibilidad en las instituciones; la tensión social por las diferencias raciales y la polarización ideológica; la amenaza constante del cambio climático; el problema irresuelto de un sistema migratorio caduco e ineficiente.

“No hay tiempo que perder cuando se refiere a atajar las crisis que enfrentamos”, fue el primer tuit completo de Biden desde la cuenta @POTUS, ya como presidente de los Estados Unidos, apenas 10 minutos después de concluir su discurso como mandatario del país. “Esa es la razón por la que hoy voy a la Oficina Oval a ponerme a trabajar para entregar acción audaz y alivio inmediato a las familias estadounidenses”, añadió.

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El mensaje era una antítesis de lo que había vivido EU en las últimas semanas. Desde su derrota electoral, Donald Trump había desaparecido del mapa, desechando las obligaciones que aún tenía como presidente durante dos meses y medio más. Las crisis que enfrenta Biden ahora ya existían por entonces, pero Trump decidió esconderse en el búnker en el que convirtió la Casa Blanca.

Su única preocupación era encontrar algún resquicio inexistente para revertir el resultado de las elecciones, algo que no consiguió y, de hecho, provocó el asalto al Congreso del Día de Reyes, un terremoto político del que los EU empiezan a recuperarse.

Desde principios de noviembre, la agenda pública de Trump quedó totalmente vacía, y sus actos como líder del país se contaban con cuentagotas. Sólo un par de veces salió a explicar muy por encima la estrategia de su gobierno contra el coronavirus, un plan que ahora se ha demostrado que era inexistente o se contó con muchas falsedades, dejando a la administración entrante una situación “mucho peor” de lo que esperaban.

Todo el resto eran actos sin importancia y a puerta cerrada, puerta que sólo se abrió para el ceremonial y festivo perdón del pavo de Acción de Gracias. La agenda siguió vacía y con un escueto “el presidente no tiene nada programado” hasta las Navidades, cuando la frase transmitida por la Casa Blanca cambió a un nada específico “el presidente Trump continuará trabajando incansablemente por el pueblo estadounidense. Su calendario incluye muchas llamadas y reuniones”.

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La frase se hizo célebre y se mantuvo hasta el final del mandato, añadiendo el apunte temporal de que la jornada del mandatario empezaba “muy pronto por la mañana” y terminaba “muy tarde por la noche”. La agenda sólo varió para una visita autocomplaciente al muro en la frontera con México y con el infame mitin fuera de la Casa Blanca en el que instigó al ataque al Capitolio.

La inacción de los dos últimos dos meses y medio de administración Trump ha pasado factura a EU, y de ahí la prisa del nuevo gobierno. No sólo un intento de sacar adelante las reformas que tiene en mente, sino también marcar distancias con una administración anterior que quiere dejar en el pasado y enterrada cuanto antes. El nuevo presidente desea perder de vista el rumbo de los últimos cuatro años y volver a poner al país en la dirección que iba hasta 2016.

Biden estuvo decidido a cambiar la percepción del gobierno desde minutos después de entrar en la Casa Blanca. Horas después de jurar el cargo ya estaba sentado detrás del escritorio del Despacho Oval, listo para empezar el trabajo. “Con el estado de la nación de hoy en día, no hay tiempo que perder, vamos a ponernos a trabajar de inmediato”, dijo. Su insistencia en ese concepto siguió durante su declaración: “No hay mejor momento para empezar que hoy mismo”, añadió, flanqueado por 17 carpetas con órdenes ejecutivas por firmar. “Voy a empezar cumpliendo las promesas que hice al pueblo estadounidense”, resolvió.

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Y con un bolígrafo —no un rotulador enorme como su predecesor— empezó la tarea mayúscula de iniciar su mandato. En los tres primeros días de gobierno, Biden firmó 30 decretos. Un tercio para revertir algunas de las decisiones más polémicas de Trump, como el muro en la frontera con México, el veto migratorio a países de mayoría musulmana o políticas opuestas a la diversidad y contra el medioambiente. Más de las 17 que firmó el mismo día de la investidura fueron para desgarrar políticas impuestas por el trumpismo.

Para despegarse todavía más de la caótica Casa Blanca de Trump, totalmente desquiciada por la improvisación del expresidente, el nuevo equipo de gobierno ha llegado con los deberes hechos, la tarea lista y una organización preparada a consciencia.

La primera semana ha estado planeada por bloques, ordenada por temáticas para que el gobierno pueda explicar con claridad todas sus propuestas. Empezó con su plan más importante, todo lo que atañe al coronavirus. “A una nación que está esperando acción les voy a ser claros en este punto: ya llega la ayuda”, dijo Biden en uno de sus primeros actos como presidente; una frase que hacía referencia a la pandemia pero que sutilmente hacía referencia a todo un mandato disruptivo y sin claro enfoque en momentos de desafío. “Durante el último año no hemos podido confiar en el gobierno federal para que actuara con urgencia y centrado en la tarea”.

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El presidente, con su extenso plan contra Covid-19 (200 páginas de documentos y una decena de decretos, proclamaciones y medidas ejecutivas), quiere pasar a la ofensiva, ser proactivo, y dar seguridad. Una seguridad que no debe centrarse sólo en eso: el nuevo gobierno también tiene que restaurar la fe en el gobierno, devolver la decencia a las instituciones y recuperar el valor de la verdad. No es baladí que la nueva portavoz, en su primera alocución pública, prometiera que se centraría en contar la verdad y apostar por la transparencia. El segundo día se dedicó a dar respuesta a los retos económicos y las ayudas para aliviar la crisis de millones de estadounidenses, con cifras cada vez peores en cuestiones de pobreza y hambruna, con un paro galopante y deuda por las nubes.

Esta semana, el lunes presentó propuestas para potenciar la industria nacional; el martes sus ideas para una sociedad más justa, igualitaria y con equidad racial. También ayer puso fin a la política de Tolerancia Cero; hoy el plan es dedicarlo al cambio climático. Mañana jueves será el turno de temas de salud, como la eliminación de una política antiaborto; y el viernes será otro de los días grandes, con un programa que incluye la firma de decretos para restablecer los programas de asilo y de recepción de refugiados, así como el empuje a la reunificación familiar en la frontera.

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No parece que haya detalle sin pensar, todo calculado al milímetro para transmitir la sensación de que en el gobierno federal hay alguien al mando con un equipo competente y con un plan de trabajo específico que va más allá de decisiones impulsivas guiadas por el beneficio propio. Biden, que se ha autoimpuesto la carga de salvar al país, tiene una tarea titánica por delante. Quizá por eso, justo enfrente del escritorio de la Oficina Oval, ha ordenado colocar un retrato de Franklin Delano Roosevelt, el presidente que sacó a EU de la Gran Depresión con un inicio de mandato frenético. Es como si quisiera tenerlo como recordatorio de que lo mejor es emular a FDR: para salir de las múltiples crisis necesita acción mayúscula, constante, y cargada de decisiones. De ahí que su gobierno repita una y otra vez que “no hay tiempo que perder”.