Por Daniel Zovatto

América Latina cierra 2025 inmersa en un escenario global y regional marcado por la incertidumbre y la volatilidad, una profunda reconfiguración geopolítica y geoeconómica, y un multilateralismo debilitado en grado extremo. En el inicio de un nuevo superciclo electoral, la región exhibe una combinación inestable de reacomodos ideológicos, crecimiento económico mediocre y avances sociales insuficientes, sobre un trasfondo de desigualdades estructurales persistentes, deterioro de la seguridad y crecientes tensiones en materia de gobernabilidad. El año que concluye deja así una región que avanza de manera desigual, con márgenes de maniobra cada vez más estrechos, condicionados tanto por debilidades internas no resueltas como por un “desorden internacional” crecientemente complejo.

Este balance no puede explicarse únicamente desde las dinámicas domésticas. Tiene una causa principal: el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca el pasado 20 de enero, devolvió a Estados Unidos un rol central a partir de una nueva doctrina de seguridad nacional que coloca al Hemisferio Occidental —y a América Latina— como prioridad estratégica.

Este enfoque, identificado como el “Corolario Trump” de la doctrina Monroe, articula control migratorio, combate al narcotráfico y presión comercial con un objetivo geopolítico explícito: contener y reducir la influencia china en América Latina y redefinir los márgenes de autonomía de los gobiernos de la región. En la intersección entre tensiones internas no resueltas y una competencia geopolítica entre grandes potencias, se entiende mejor el significado de 2025: un año de ajustes forzados, fatiga social, democracias bajo presión y creciente incertidumbre estratégica. En paralelo, la confrontación abierta entre Washington y la dictadura de Nicolás Maduro se consolidó como uno de los principales focos de tensión en el mar caribe. El endurecimiento de las sanciones, las operaciones de interdicción y la presión diplomática y financiera reabrieron interrogantes sobre la viabilidad del statu quo venezolano y sus efectos desestabilizadores más allá de sus fronteras.

Desde esta perspectiva, propongo una lista de los diez principales hechos que a juicio de este autor marcaron a América Latina en 2025. Por limitaciones de espacio, el recuento no es exhaustivo. Quedan deliberadamente fuera acontecimientos de relevancia que merecerían un análisis propio, entre ellos y solo a título de ejemplo: la nueva crisis política presidencial en el Perú, que derivó en la designación de un mandatario interino; el agravamiento de la situación económica-social en Cuba, que expone los límites cada vez más evidentes del fracasado modelo económico de la isla; y la profundización del colapso institucional y humanitario en Haití, junto con la expectativa —aún incierta — de que, si las condiciones mínimas lo permiten, puedan celebrarse las largamente postergadas elecciones en 2026. La selección que sigue es, por tanto, necesariamente parcial y subjetiva, pero busca capturar las tendencias que mejor permiten comprender los riesgos, desafíos, oportunidades y reconfiguraciones que enfrenta América Latina en un momento de inflexión.

  1. El giro a la derecha en las elecciones presidenciales en un escenario democrático heterogéneo

En 2025 continuó avanzando el giro electoral hacia la derecha -de diferente grado- en los cuatro procesos presidenciales del año. La reelección de Noboa en Ecuador, los triunfos en Bolivia y Chile, y la ajustada y controvertida victoria de Nasry Asfura en Honduras, reflejan un electorado que privilegia la seguridad, el orden público y políticas más duras frente al crimen organizado y la migración, en detrimento de proyectos de izquierda que gobernaron durante los últimos años en estos países. Este giro —cuyo origen puede rastrearse desde 2023 y que aún no puede considerarse definitivo, dado que su consolidación dependerá de lo que ocurra en las cuatro elecciones presidenciales previstas para 2026— es, no obstante, innegable y debe interpretarse como un voto de castigo a los oficialismos, en contextos marcados por la inseguridad, el malestar social persistente y una recuperación económica que no ha logrado traducirse en mejoras sostenidas de la población.

En Ecuador, la reelección de Daniel Noboa consolidó un gobierno de derecha con énfasis en estabilidad macroeconómica, disciplina fiscal y una estrategia de seguridad más robusta frente al avance del crimen organizado.

El triunfo sorpresivo de Rodrigo Paz en Bolivia, representó un contundente voto de castigo al MAS: tras casi dos décadas de poder, llegó a la elección desgastado por el deterioro económico y divisiones internas agudas, con pérdida de conexión con sectores urbanos y jóvenes. La victoria de José Antonio Kast en Chile expresó el rechazo al gobierno progresista de Gabriel Boric, tras un período de polarización y desgaste institucional. Su programa instaló como prioridades el control migratorio, el fortalecimiento del orden público y reformas económicas de corte liberal.

En Honduras, Asfura fue declarado vencedor por un margen estrecho en un proceso marcado por retrasos técnicos, protestas y cuestionamientos de la oposición; el respaldo explícito de Trump durante el último tramo de la campaña y el inmediato reconocimiento posterior de los resultados por parte de Estados Unidos y aliados hemisféricos, subrayaron el peso de factores externos en contiendas domésticas, reconfigurando el equilibrio político centroamericano.

En conjunto, estos cuatro triunfos de la derecha —a los cuales se suma la victoria del partido del presidente Javier Milei en las elecciones legislativas de medio período argentinas, también con fuerte respaldo político y financiero de Trump— reabren el debate sobre la posible reconfiguración del mapa regional hacia un espectro político más conservador. Geopolíticamente, el giro también favorece a Washington —¿una MAGA o trumpismo latinoamericano?— en su competencia por influencia regional y anticipa nuevas formas de injerencia en futuros ciclos electorales.

Todos estos procesos electorales se desarrollaron en un contexto político regional heterogéneo, marcado por altos niveles de polarización, una persistente erosión de la confianza en las instituciones, los gobiernos y la política, y una extendida desafección ciudadana. A ello se suman un malestar social sostenido por la escasa capacidad para ofrecer resultados, elevados niveles de inseguridad y corrupción, debilidades estructurales del Estado de derecho, crecientes presiones sobre la libertad de expresión y un progresivo estrechamiento de los espacios de la sociedad civil. El cuadro se completa con una gobernabilidad compleja y un deterioro preocupante de los valores que sostienen la cultura política democrática. Este conjunto de factores convivió con democracias de desempeño desigual: de calidad y resilientes en algunos casos, estancadas, deterioradas o en franco retroceso en otros. Junto a los autoritarismos consolidados de izquierda —Cuba, Nicaragua y Venezuela— emergen nuevos focos de riesgo vinculados a derivas autoritarias como las observadas en El Salvador, así como amenazas potenciales provenientes de la derecha radical y de populismos punitivos que, bajo la promesa de orden y seguridad, erosionan gradualmente los contrapesos institucionales y las garantías democráticas.

  1. El “Corolario Trump” y la geopolítica hemisférica

La vuelta del presidente Trump tuvo implicaciones directas para América Latina. La nueva doctrina de seguridad nacional y el “Corolario Trump” de la doctrina Monroe (la denominada doctrina “Donroe”) que prioriza el Hemisferio Occidental reintrodujo una lógica de poder más muscular, articulada en torno a la seguridad de la frontera, férreo control migratorio, guerra contra el narcotráfico y presión comercial. El objetivo geopolítico es evidente: contener a China y reducir su presencia —o al menos su influencia estratégica— en América Latina particularmente en infraestructura, tecnología, finanzas y sectores críticos.

Panamá fue un caso temprano y ejemplificador. Desde su discurso inaugural, Donald Trump expresó explícitamente su intención de “recuperar” el Canal de Panamá. Si bien esa amenaza no se materializó en términos formales, fue seguida por una ofensiva sostenida de la Casa Blanca para reducir al máximo la presencia china en el país y reforzar simultáneamente la influencia estadounidense. Para varios gobiernos latinoamericanos, la consecuencia de este giro es la reducción del margen de autonomía: se estrecha el espacio para diversificar socios sin pagar un precio político o económico.

En términos prácticos, la agenda estadounidense tiende a subordinar cooperación a resultados inmediatos, y a mezclar seguridad, comercio y diplomacia en un mismo paquete de negociación. Hasta ahora Trump ha repartido más garrotes que zanahorias.

La relación de Washington con los mandatarios de la región ha sido diversa, basada en afinidades ideológicas y diferentes prioridades. Mantuvo vínculos estrechos con Javier Milei y Nayib Bukele —los únicos recibidos en la Casa Blanca—a quienes ha apoyado de manera clara; pragmáticas de cooperación-imposición con la mayoría de los países de Centroamérica así como con varios presidentes sudamericanos; cooperación con discrepancias con México, la relación más intensa de todas a la fecha; tensiones en etapa de recomposición con Lula; confrontación directa con Petro y, de forma más marcada, con las dictaduras de Cuba, Nicaragua y sobre todo con Maduro en Venezuela.

  1. Caribe y Venezuela: Trump y su pulso con Maduro

El hecho geopolítico más tenso del año fue la escalada entre Washington y el régimen autoritario de Maduro que sigue abierto. Endurecimiento de sanciones, interdicciones marítimas y despliegues militares reactivaron temores de confrontación en el Caribe. La estrategia estadounidense busca debilitar la base económica del régimen y forzar una transición; Caracas lo denuncia como agresión y responde con mayor represión interna. La incertidumbre permanece: si la presión externa logrará forzar una salida negociada o militar o si, por el contrario, el régimen resistirá apoyado en coerción interna y alianzas externas. En ambos casos, Venezuela sigue irradiando inestabilidad regional y tensión diplomática.

En este escenario, la concesión del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado introduce un factor político y simbólico de alto impacto. Más allá del reconocimiento personal, el galardón consolida a Machado como referente global de la causa venezolana, relegitima internacionalmente la lucha de la oposición democrática, eleva el costo político de la represión y endurece el aislamiento del régimen en un momento de máxima presión externa.

  1. Crecimiento regional mediocre con avances sociales insuficientes

Económicamente, 2025 confirmó un crecimiento mediocre y heterogéneo entre los países: 2.4% promedio regional según el FMI, una tasa insuficiente para ayudar a la región a escapar de la “triple trampa” del desarrollo de la cual nos alerta CEPAL. La volatilidad global, las presiones comerciales desde Washington y vulnerabilidades internas —déficits fiscales, altos niveles de deuda pública, baja inversión, fragilidad institucional, inseguridad— limitaron la posibilidad de una transformación productiva y de cierre de brechas de productividad frente a economías avanzadas. En materia social, el año dejó señales mixtas. La reducción de la pobreza monetaria (de 27,7% en 2023 a 25, 5% en 2024) fue una buena noticia, pero insuficiente ya que la curva de reducción de la pobreza se aplanó en la última década.

Los logros recientes son reales, pero frágiles ante shocks económicos o políticos: 172 millones de personas viven en la pobreza, de las cuales 66 millones ni siquiera cuentan con ingreso para una canasta básica de subsistencia. Además, la desigualdad se mantiene alta y resistente, y la informalidad laboral —que afecta a más de la mitad de la fuerza de trabajo— limita productividad, protección social y movilidad intergeneracional. El mensaje es claro: sin reformas fiscales, laborales y de productividad, la reducción de pobreza puede ser efímera. La región necesita aumentar —como mínimo al 4%—su tasa de crecimiento y convertirlo en palanca de desarrollo inclusivo y sostenible.

  1. Crimen organizado: La principal amenaza a la gobernabilidad

La seguridad —y, en particular, el crimen organizado— continuó siendo el principal riesgo político de la región. La violencia asociada a economías ilícitas alimenta desplazamientos, erosiona el Estado, captura territorios y condiciona elecciones. Los gobiernos que no logran resultados pierden legitimidad y suelen inclinarse a respuestas de “mano dura” que violan derechos humanos y tensiones garantías democráticas.

A ello se le agrega la migración que adquirió una nueva realidad: flujos mixtos y multidireccionales desbordan capacidades estatales y generan tensiones bilaterales. En este terreno, la relación con Washington se volvió más transaccional: cooperación bajo presión, con migración y seguridad como instrumentos de negociación.

Ambos temas se convirtieron en ejes centrales en la mayoría de las campañas electorales de 2025. En efecto, el aumento de la violencia, la expansión de redes criminales transnacionales y la presión migratoria han reconfigurado las agendas políticas, favoreciendo discursos de mano dura, control territorial y endurecimiento fronterizo, y condicionando tanto las propuestas de gobierno como los resultados electorales, en un contexto de creciente temor ciudadano e insatisfacción con la capacidad del Estado para garantizar seguridad y orden.

  1. Protestas y “youthquake”: Demandas generacionales sin respuestas

La ola de movilización juvenil —un “youthquake” con fuerte componente digital— lideradas por la Generación Z expresó en varios países (Paraguay, Perú, Colombia, México, entre otros) su hartazgo con la política tradicional y la corrupción, críticas al alto costo de vida (“affordability”), y demandas de empleo de calidad, acceso a la vivienda y mejores servicios públicos.

No se trata solo de protesta: es una señal de transición demográfica y política. La región tiene una masa crítica de jóvenes con expectativas frustradas y baja tolerancia a sistemas políticos cerrados e ineficientes junto a una escalofriante cifra de 18 millones de “Ni-Ni”. La incapacidad de traducir estas demandas en políticas públicas inclusivas alimenta la desafección democrática. Y cuando el futuro no ofrece oportunidades, la política se vuelve terreno fértil para la radicalización, la apatía, la migración o ser seducidas por el crimen organizado.

  1. Colombia: Enfrentamiento temprano y de alto volumen entre el trumpismo y el petrismo

A pocos días del regreso de Trump a la Casa Blanca, su administración protagonizó un enfrentamiento con el presidente Gustavo Petro, que comenzó con un conflicto por la repatriación de migrantes colombianos y que poco tiempo después se extendió a otros temas. Trump llegó a acusar a Petro de ser un “líder del narcotráfico”, lo incluyó junto a familiares y algunos colaboradores en la “lista negra” de la OFAC, retiró ayuda financiera y descertificó a Colombia en materia de lucha antidrogas, bajo el argumento de que Bogotá había fallado en contener la producción y el tráfico de cocaína hacia Estados Unidos —acusaciones que desencadenaron una crisis diplomática sin precedentes entre aliados históricos.

Aunque estos choques no produjeron un quiebre estructural en la relación bilateral, sí deterioraron de forma significativa el vínculo personal entre Trump y Petro, destacando cómo las tensiones sobre drogas, soberanía y presiones externas pueden tensar y debilitar incluso alianzas estratégicas de larga data.

  1. Brasil: Bolsonaro, presión estadounidense y efecto boomerang

La condena judicial de Jair Bolsonaro —a 27 años de cárcel— por participar en un intento fallido de golpe de Estado fue un punto de inflexión institucional. Reafirmó la primacía de la justicia frente a la impunidad golpista y la fortaleza de las instituciones brasileñas frente a presiones internas y externas. Trump reaccionó con injerencia explícita e intentos de castigo comercial, incluyendo aranceles punitivos (50%) en represalia por las sanciones impuestas a Bolsonaro.

El resultado fue paradójico: Lula fue el único líder latinoamericano que enfrentó a Trump de manera directa y con beneficios políticos. La presión externa fortaleció su popularidad, activó un sentimiento nacionalista y trasladó costos a Estados Unidos, con impacto en precios de productos sensibles. Ante el costo interno y la imposibilidad de doblegar a Brasil, Trump y Lula dieron paso a una etapa de recomposición diplomática y comercial de la relación.

  1. México: Tan lejos de Dios y tan cerca de Trump

La relación entre Estados Unidos y México ingresó en una fase de tensión estructural marcada por una asimetría explícita: el 83% de las exportaciones mexicanas depende del mercado estadounidense. Washington convirtió a México en un eje central de su estrategia hemisférica, combinando exigencias crecientes en materia de seguridad fronteriza, control migratorio, combate al fentanilo y relación con China, con un uso recurrente de amenazas de sanciones y aranceles como instrumento de presión. Trump subordinó la cooperación económica a resultados inmediatos, estrechando de forma significativa los márgenes de negociación de su vecino del sur.

La presidenta Claudia Sheinbaum respondió con una estrategia defensiva de “paciencia estratégica”: evitó la confrontación directa con la Casa Blanca e hizo concesiones en múltiples frentes, procurando preservarlas bajo el marco de la soberanía nacional. Hasta ahora, el balance ha sido moderadamente positivo. Pese a ello, la relación ha sido intensa y friccional, atravesada por demandas constantes de Washington. A ello se sumó un factor institucional relevante: las elecciones judiciales promovidas por Morena consolidaron el control político del oficialismo sobre el Poder Judicial, alimentando preocupaciones sobre el Estado de derecho y la seguridad jurídica, e incorporando una nueva fuente de tensión en el vínculo bilateral.

  1. Geopolítica regional: Entre la fragmentación y la marginalidad

Las principales cumbres internacionales del año —COP30, CELAC-China, CELAC-UE— mostraron una región que busca posicionarse globalmente, pero que enfrenta alta fragmentación hemisférica, tensiones personales entre varios mandatarios de la región y la dificultad de pasar de la retórica de las declaraciones a los resultados concretos.

La posposición de la Cumbre de las Américas por divergencias profundas refleja debilitamiento del multilateralismo regional en un momento en que la coordinación y la cooperación es más necesaria que nunca. En paralelo, la postergación de la entrada en vigor del Acuerdo Mercosur–UE evidenció las limitaciones políticas internas europeas y la frustración sudamericana tras más de dos décadas de negociaciones.

China, por su parte, continuó siendo un socio clave para numerosos países de la región, especialmente en América del Sur, en áreas como infraestructura, comercio y financiamiento, desafiando a Estados Unidos. En este contexto, los gobiernos latinoamericanos enfrentan un dilema central: diversificar alianzas sin reproducir nuevas dependencias y definir una estrategia creíble de “no alineamiento activo” que permita interactuar con las grandes potencias sin ceder autonomía decisoria.

El balance de 2025 es poco alentador. La región fue incapaz de revitalizar sus mecanismos de diálogo, coordinación y cooperación, ni de articular una agenda común que fortaleciera la integración y, al mismo tiempo, recuperara peso y capacidad de incidencia en el sistema internacional en un momento crítico. La marginalidad y la irrelevancia siguen siendo rasgos dominantes de su inserción externa.

Reflexión de cierre

América Latina concluye 2025 confirmando la tensión que atravesó todo el año: una transición incompleta bajo presión interna y externa. El giro electoral hacia la derecha refleja frustración y malestar ciudadano frente a inseguridad, crecimiento insuficiente y desgaste de proyectos progresistas, abriendo interrogantes acerca de la capacidad de los nuevos gobiernos para garantizar soluciones a esos mismos retos, así como a problemas estructurales: desigualdad, informalidad, baja productividad y fragilidad institucional.

La misma lógica que inicia esta columna la cierra: el margen de maniobra regional se estrecha. El retorno de Estados Unidos como actor central en el hemisferio, con una doctrina de seguridad que prioriza a nuestra región no para ejercer hegemonía sino “dominación”, su presión para contener a China y el actual pulso con Venezuela, reintroduce lógicas de poder y dependencia que muchos creían pertenecían al pasado. En ese nuevo tablero, la estabilidad regional vuelve a depender en parte de decisiones externas difíciles de controlar.

Con más de 650 millones de habitantes y una ventana demográfica que comienza a cerrarse, América Latina aún conserva una oportunidad estratégica si sabe aprovecharla. La transición hacia un mundo post-hiperglobalización ha reordenado riesgos y oportunidades, convirtiendo algunas vulnerabilidades históricas en potenciales fuentes de ventaja. Diversos analistas —incluido el informe más reciente de JPMorgan— sostienen que 2026 podría marcar un punto de inflexión estratégico, en un contexto global en el que América Latina, además de ser un proveedor de recursos naturales, podría emerger como un actor clave —una “región solución”— en la nueva configuración económica derivada de la transición energética, la reorganización de las cadenas globales de valor y la revolución tecnológica.

Pero poder capitalizar ese margen exige ir más allá de los vaivenes ideológicos y enfrentar déficits estructurales largamente postergados: fortalecer instituciones y gobernanza, impulsar reformas que eleven de manera sostenida la productividad y la inclusión, generar empleo de calidad y reducir la desigualdad, consolidar democracias capaces de ofrecer resultados verificables a las demandas del siglo XXI y desplegar una diplomacia pragmática, anclada en una agenda regional de “mínimos comunes”, que permita a la región insertarse con mayor autonomía en el nuevo “desorden internacional”. En este desafiante contexto, y a punto de iniciar el 2026, la capacidad de las élites políticas y económicas para actuar con realismo, responsabilidad y visión estratégica será determinante.

Director y editor de RADAR LATAM 360

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