Los cadáveres del del Estado de México, Hidalgo y de la capital abarrotaron los crematorios públicos y privados durante los días más complicados de la pandemia —marzo, abril y mayo del año pasado.

Se llegaron a incinerar hasta mil 600 cuerpos al mes. Los hornos del Velatorio San Isidro, en Azcapotzalco, funcionaban las 24 horas para mantener un control sanitario. En promedio, hubo 20 servicios diarios, tres veces más que en cada alcaldía.

Ante esta situación, el Gobierno trabajó con la Asociación de Propietarios de Funerarias y Embalsamadoras en la capital y el Estado de México y, gracias a esa coordinación, asegura David Vélez Ponce, presidente de la organización, se evitó una desgracia mayor, pues al incinerar los cuerpos o el sepultarlos casi de manera inmediata y gratis se rompió con la llamada cadena de contagio.

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“Incinerar tantos cuerpos ayudó a liberar hospitales, casas, así como colonias, es decir, todos los lugares donde la gente moría a consecuencia del virus. De no atenderlo así, hubiéramos padecido lo que actualmente se vive en la India”, dice en entrevista con EL UNIVERSAL.

Los cadáveres llegaban de todos lados. De Ecatepec, por ejemplo, y según estadísticas de las funerarias durante el punto más álgido de la pandemia, se reportaban hasta 800 muertes mensuales; en Neza, eran 700 en 30 días. La Ciudad no se quedó atrás, pues en Iztapalapa se registraron hasta 700 cuerpos; le siguió Azcapotzalco, con 700, y luego Cuauhtémoc, con cerca 600 por mes.

“En la Ciudad de México hay 19 hornos crematorios que, por más esfuerzos y el gran trabajo que hacían, no alcanzaban.

“Ni la Ciudad ni las autoridades, ni nosotros estábamos listos para lo que se venía”, cuenta.

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La Asociación de Propietarios de Funerarias y Embalsamadores ha participado con las autoridades en diversas tragedias. Apoyaron en el incidente de San Juanico en 1984, en el terremoto de 1985 y en el de 2019.

“Mucha gente no veía con buenos ojos la cantidad de carrozas que hacían fila afuera de los hornos, pero lamentablemente todo ese proceso fue un mal necesario. Nos guste o no, donde hay una enfermedad, hay muerte”, dice.

Destaca que, debido a los altos controles de sanidad, ni uno de los empleados en ese ramo se contagió de Covid-19.

Todo cambió

El coronavirus provocó que los mexicanos terminaran con una arraigada tradición, pues velar a los muertos de cuerpo presente ya no era opción y, aunque renuentes, poco a poco fueron aceptando que incinerarlos era la mejor opción para evitar contagios en los funerales.

Durante la pandemia, la asociación trabajó también con distintas dependencias, pues había casos en los que los familiares se querían llevar los cuerpos a sus estados natales, lo que significó un gran trabajo, pues había que preparar el cadáver de manera correcta; así, se embalaron más de 7 mil personas.

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“La gente se tuvo que acostumbrar por la fuerza. Empezaron a velar cenizas, a hacerse a la idea de que el cuerpo ya no lo iban a tener. Los que convivieron con el finado tenían más posibilidades de contagiarse y nosotros también los salvamos de eso”, puntualiza.

Actualmente, el ritmo de trabajo de los hornos crematorios se estabilizó, si bien ya no trabajan las 24 horas incinerando 20 cadáveres, se esfuerzan para sacar cinco o seis.