La Resurrección

es un feliz correctivo contra dos amenazas, supuestas o reales: la “gentrificación” de una zona de Regina/Mesones entre Isabel la Católica y 20 de Noviembre, y la “decadencia” de esa misma zona, su conversión a la vida subantrera más o menos estudiantil, de gomichelas y alitas, de adoquines vomitados cada

mañana de viernes a domingo. (De mi parte, nada en contra de esas dos dizque amenazas; el centro sólo será destruido cuando por fin el gran terremoto lo sacuda

para siempre o cuando la máxima inundación de aguas negras salidas desde el fondo de sí mismo lo cubra de lodo y peste.) El encanto de La Resurrección es casi

exclusivamente cutre: en los muros imágenes de índole mexica o taurina (el Pajarito, aquel toro feliz de la Plaza México, volando hacia su libertad y su muerte en una de

ellas); en su centro una rocola amante del pasito duranguense (¡todavía!), la cumbia amatoria (¡en 2017!) y la balada ranchera rompecorazones (esa es eterna, me dediqué

a perderte); en su fondo una barra de melamina y más al fondo, un baño que dejaría preocupados a otros baños de cantina, diciéndose entre sí: Ese baño está muy sucio.

La Resurrección se niega al progreso, y el progreso no se muestra muy interesado en La Resurrección. La primera vez que estuve ahí, en agosto, 2006, La Resurrección

podría confundirse exactamente con la última vez que estuve ahí, en agosto, 2017. Los mismos letreros, los mismos tragos larguísimos, los mismos clientes incluso, o

nuevas iteraciones de esos mismos clientes. La Resurrección puede verse no como un olvido del progreso sino como una refutación del tiempo: el tiempo no transcurre en

La Resurrección. (Yo mismo soy otra iteración del cliente que fui hace once años.)

Se come razonablemente bien en La Resurrección. Es una cocina, tal vez, humilde : conoce sus propias debilidades y limitaciones y obra de acuerdo con ese conocimiento; u honesta : es decente, justa: nadie podría condenar que hay ahí gato por liebre: ese cerdo con verdolagas no es otra cosa que un trozo (pequeño) de cerdo en una salsa verde donde se han cocido verdolagas. Como tal se vende y se compra. Es una cocina delgada , incluida en el precio de los tragos; he probado un entomatado que era casi volátil, los frijoles refritos son una timidez de frijoles refritos (como un fantasma que teme salir de atrás de las cortinas) y esa pancita es menos una pancita que un sencillo consomé. Todo es sabroso, retraído.

Y qué buenos tragos sirven. Largos con un hielote y whisky que sube sube sube y apenas deja espacio para unas gotas de agua mineral. Sus cantineros conocen de vieja

coctelería. Pueden preparar un medias de seda sin googlearlo: ginebra o tequila, crema blanca, leche evaporada, jarabe, canela en polvo y una cereza. O una cucaracha, que trae brandy, tequila, vodka y kaluha, una lagartija –vodka, yerbabuena, jarabe, limón, agua mineral–, un búfalo –tequila con refresco de tamarindo (Jarritos, según quieren los puristas)–, un colibrí –campari, anís y unas gotitas de bitters–. Son cantineros, no mixólogos. Los cantineros tienen calle; los mixólogos, diplomas.

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Cantina La Resurrección.

Mesones 59, Centro.

Precios. La última vez que estuve ahí tomé tres whiskys, sopita de codos, chicharrón en salsa verde. Pagué 170 pesos, ya con el 15 de propina.

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