Al llegar a la ciudad de Puebla para una pesquisa de trabajo en el Archivo de la Beneficencia Pública de la ciudad, nos topamos con el cambio de nombre en la fachada de una de las deterioradas sucursales del banco de desarrollo del gobierno federal, el Bansefi, y su flamante nuevo nombre: El Banco del Bienestar. El viejo proyecto de la beneficencia pública, que operó por más de 200 años, y el de bienestar, recién bautizado por el nuevo gobierno, no parecen diferir gran cosa en sus propósitos: contener la pobreza. La palabra bienestar representa una bandera en alto para el gobierno de la 4T. Por eso la SEDESOL pasó a llamarse Secretaría del Bienestar, el Basefi es ahora el Banco del Bienestar, o el proyecto de las 100 nuevas “universidades” -adivinó- llevará el nombre de universidades para el bienestar, al igual que las becas para estudiantes.

El bienestar, entendido como el acceso a un nivel de vida digna para la mayoría del pueblo, es condición del verdadero desarrollo. Como escribió hace años el premio nobel Muhamad Yunus, sólo se puede hablar de desarrollo si se mejora el PIB por habitante de la mitad más pobre de un país. Elevar el PIB general por habitante sólo indica su promedio, sin medir en absoluto la desigualdad, acaso el problema más grave de nuestro tiempo. Se trata de elevar a los de abajo. Por el bien de todos (incluidos los ricos, se entiende), primero los pobres. Atender a los pobres permitiría contener la pobreza.

Bienestar: La palabra y la meta nos agradan. Ahora bien, ¿tiene la estrategia emprendida con este propósito posibilidades de llegar a buen puerto? ¿Tiene la posibilidad de trascender un sexenio? El bienestar no se decreta. En realidad, se construye arduamente y comienza a ofrecer resultados a partir de estrategias que modifiquen a fondo la distribución del ingreso en el curso de años de vigencia, lo que invariablemente pasa por cambios en las relaciones de propiedad y, sobre todo, de apropiación de los productos del trabajo. No se trata aquí de la fórmula simplificada de expropiar a los expropiadores, cuyos saldos históricos han resultado muy cuestionables. Y menos aún, en esta etapa de globalización, país por país. Experiencias históricas que redujeron la pobreza incluyen la aplicación de reformas agrarias y la disminución del latifundismo; la nacionalización de industrias estratégicas, la aplicación sostenida de políticas laborales en favor de los trabajadores (no del capital), la reducción de la jornada laboral, la conquista de la universalidad de ciertos derechos, como la educación pública gratuita. El sustento de semejantes logros, a su vez, no se mayoritea en alguna cámara legislativa. Se asienta en el crecimiento de la productividad y en luchas sociales que conquisten una política fiscal redistributiva de carácter estructural, que afecte la apropiación del producto. Los caminos trazados por la 4T no se orientan en este sentido.

Hubo en el pasado reciente otra palabra-consigna, de noble significado, que terminó enlodada en el rincón de la historia: La palabra Solidaridad. Acuñada como consigna en el Salinato, la palabra le puso sello a todas las obras públicas, acaso influido por la rebelión sindical polaca bajo el mismo nombre, la Solidarnosk de Lech Walesa. Esta última, sin embargo, derivó tristemente hacia un profundo conservadurismo social y religioso. Los resultados de Solidaridad fueron desastrosos tanto en México como en Polonia. En México, el salinismo se propuso adelgazar el estado obeso y lo logró: Puso en subasta los activos públicos a cambio de reducir el peso de la deuda externa y reprivatizó la banca, devolviéndola selectivamente a muchos de sus anteriores dueños y a otros nuevos. Vieja y nueva élite vendió más tarde su participación a la banca extranjera. Se modificaron las relaciones de propiedad. Se concentraron y extranjerizaron. Telmex y Telcel, o CityBanamex y BVBA, son parte de esta herencia emblemática. Los salarios, en cambio, apenas y se movieron. Con Salinas se instituyó que el salario mínimo se congelara, en nombre de la estabilidad de precios. Entramos a la OECD, más no al primer mundo, como se vendió la ilusión. De Solidaridad pocos se acuerdan. Ni siquiera en Chalco.

López Obrador, enemigo acérrimo de Salinas (a quien acusó de encabezar a la mafia en el poder), ha planteado volver a la vieja fórmula de la posrevolución: crecimiento hacia adentro (petróleo, electricidad), inversión pública y privada al interior, subsidios estatales contra la pobreza. El proyecto era y es anacrónico, pero todo cambio respecto del neoliberalismo depredador anterior pareció miel sobre hojuelas. Merecía tomar el riesgo. La oposición de los proyectos de AMLO y Salinas, sin embargo, esconde semejanzas, al menos en la forma. Por ejemplo, el monopolio de la imagen presidencial, el control de las dos cámaras y la centralización de las decisiones. Morena no es el nuevo PRI, pero tiene sus semejanzas, en el sentido de que no es el partido el que decide, sino el gobierno el que dirige la política del partido, y el partido no representa movimientos sociales autónomos, sino, principalmente, máquinas electorales. El gabinete morenista tampoco tiene mucho margen de maniobra. La renuncia del exsecretario de Hacienda, Carlos Urzúa, lo ha dejado claro. Él es, de corazón, un keynesiano más o menos ortodoxo, pero aplicó la austeridad republicana hasta el hueso, afectando a instituciones y personas que no lo merecían, hasta que renunció, por éste y otros problemas de autoridad en el mando, como aclaró con franqueza a Proceso. AMLO y Salinas buscaron y pactaron con los grandes inversionistas.

Y aquí llegamos al meollo de la estrategia hacia el bienestar de la 4T: Los llamados programas sociales. Dichos programas disponen de unos 220 mil millones de pesos anuales. Este presupuesto es sólo inferior al de la SEP, más de tres veces el de Comunicaciones, y casi el doble que el de Salud. Como se sabe, dichos programas incluyen la ampliación y aumento del subsidio universal a la vejez (el programa más grande y más aplaudido), que absorbe casi la mitad del subsidio; sigue el programa para jóvenes sin empleo, pomposamente bautizado “Jóvenes construyendo el futuro,” con nobles intenciones y serias deficiencias, así como otros programas de menor jerarquía. En conjunto, los programas ayudan a sufragar gastos de viejos, jóvenes y grupos desfavorecidos que consumen parte del ingreso familiar sin contribuir al mismo. Por ejemplo, en una familia de 5 miembros, que incluya a un adulto mayor, un joven sin trabajo, y disponga de un ingreso de 20 mil pesos al mes (el promedio nacional era de 17 mil en 2018), recibiría otros 4 mil 850 pesos de subsidio (1250 al adulto mayor y 3600 al joven), lo que representa un incremento neto de cerca del 25 porciento, monto nada despreciable, aunque no sea al salario directo.

La Beneficencia poblana o la de otras ciudades grandes de México en la época virreinal, se proponía también atender la pobreza de ancianos, mujeres abandonadas o niños huérfanos, que mendigaban en la vía pública, volviéndola peligrosa y desagradable a la vista para las clases privilegiadas. No en balde, la historiadora Silvia Arrom escribió un libro sobre el Hospicio de Pobres de la Ciudad de México en el siglo XVIII, que decidió titular: “Para contener al pueblo”, verdadero eje del problema, ayer y hoy. Hubo proyectos de hospitales, de escuelas, de hospicios (como el famoso Hospicio Cabañas en Guadalajara), que atendían a los desfavorecidos con éxito diverso. Sin embargo, aunque muchos pobres se beneficiaron, la pobreza no desapareció nunca.

Ahora bien, la pobreza actual no es de la misma naturaleza que la del virreinato. En el siglo XVIII se llegó a prohibir pedir limosna. La beneficencia se haría cargo. Prohibir la limosna en México hoy día sería tan inútil como decretar que las uñas no crezcan. En el siglo XXI, la escala de desamparados que genera el sistema económico es extraordinariamente más grande, tanto por el tamaño de la población, como por la productividad social del trabajo, muchísimo más elevada, que vuelve “excedente” el trabajo de millones de personas (migrantes potenciales). El sistema vomita desocupación… sin que se discuta siquiera la reducción global de la jornada laboral para amortiguar la carga tanto de viejos como de jóvenes sin trabajo.

Las descripciones de la mendicidad en la Ciudad de México en el siglo XVIII parecen aterradoras, con calles tapizadas de viejos, mujeres y niños abandonados estirando la mano fuera de las iglesias, hacia los carruajes y los transeúntes. No obstante, si pudieran viajar en el tiempo (como ahora fantasean las series de Netflix), nuestros antepasados se asombrarían del aspecto de la pobreza urbana moderna, que emerge por cientos de miles de cruces de calles y avenidas. Es por ello que las colonias de pudientes y clases medias altas en el tercer mundo se resguardan con bardas, púas y guardias armados. Se presenta la paradoja de que los ricos necesitan a los ejércitos de desocupados para disciplinar a la clase trabajadora, pero al mismo tiempo esta presión amenaza salir de su cauce y afectar sus hogares. Por eso, primero los pobres. Los programas sociales aspiran a modificar estas condiciones, lo cual es bienvenido, como lo fue la beneficencia pública, de noble memoria, pero no puede desmontar las causas del moderno sistema que produce miserables, y sus acciones dependerán de la estabilidad de sus ingresos, como en el siglo XVIII. Las instituciones del bienestar se asemejan pues a una beneficencia ampliada. Los antiguos proyectos de beneficencia, cuyo origen se remonta a la iglesia católica, fueron secularizados más tarde por los liberales, que no avanzaron gran cosa en la tarea. Los nuevos liberales (y neoliberales) enfrentan un reto mucho mayor.

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