No responsabilizarse del discurso de odio. Cuando el francotirador es musulmán, Trump culpa al Islam. Cuando no, minimiza el tema como caso aislado de enfermedad mental. No se hace cargo de los efectos de sus discursos de odio. Y a pesar de que en su campaña de reelección ha posteado desde enero más de dos mil avisos alertando contra la “invasión” de migrantes, como lo hace la proclama contra la “invasión hispana” del asesino de El Paso, y a pesar también de la evidente identidad mexicana de buena parte de las víctimas, tampoco el gobierno mexicano se atrevió a señalar el factor del odio racista y xenófobo compartido por el autor del asesinato colectivo y los dichos del presidente de Estados Unidos.

A reserva de analizar la nota diplomática de nuestro gobierno, la posición mexicana no había pasado hasta ayer de atribuir el crimen al tráfico de armas y de hablar de las funciones de protección de nuestras oficinas consulares, que poco pueden hacer, desvalorizadas y depauperadas por este gobierno. Sólo para consumo doméstico, la ‘venta’, al menos exagerada, de que por primera vez el gobierno mexicano concurrirá a investigaciones de asesinatos de mexicanos en Estados Unidos. También, el efectismo de tipificar lo ocurrido como acto de terrorismo, a manera de iniciativa original, cuando al otro lado abundan análisis con paralelismos entre las formas de operar, reclutar y fanatizar para su causa, a través de las redes sociales, del nacionalismo blanco de EU y el Estado Islámico.

A lo más que llegó nuestro canciller en la mañanera fue a especular, aunque reconoció que sin datos, hasta ahora, sobre la conexión del criminal de El Paso con las redes de supremacistas. Pero lo hizo sólo después de que, en una operación de control de daños electorales, Trump lanzó un par de tuits contra la intolerancia, el odio y la supremacía blanca. Antivalores, sí, pero de los que ha medrado y de los que en este episodio pretende distanciarse igual que de los efectos probables de su violencia verbal en la violencia sangrienta del fin de semana, con sus correspondientes costos en el electorado de esas poblaciones.

Ante los discursos de polarización. Es vasta la literatura académica sobre efectos de los procesos de comunicación. Y, por su enorme poder invasivo a través de medios y redes, está claro que los mensajes de los presidentes de Estados Unidos y México producen efectos con alcances diversos. Por ejemplo, el discurso dominante de Trump presenta a los migrantes mexicanos y centroamericanos como parte de una temible “invasión”. Primer efecto: hacerlos conocer como amenaza enemiga. Segundo efecto: generación de actitudes de temor, hostilidad y odio a los presuntos “invasores”. Tercer efecto: comportamientos en consecuencia, contra el identificado como invasor temido y odiado.

Es cierto que no todos los fans de Trump van a dispararles a mexicanos de compras en el super. Los efectos comunicacionales: los comportamientos varían de acuerdo a las diferentes condiciones de cada receptor de sus mensajes: sus creencias, valores, actitudes, expectativas, frustraciones.

Encomendémonos. Pero si aplicamos este ejercicio en nuestro país, incendiado por la violencia, al discurso de polarización del presidente mexicano, a la vista ya de sus primeros dos efectos: el de identificación de críticos y opositores como servidores de la mafia de poderosos que ha postrado al país, y el de la generación contra ellos de sentimientos de hostilidad pública, sólo nos resta encomendarnos para no tener que esperar a que irrumpa el tercer efecto: el paso de la violencia verbal a la violencia física, para que López Obrador detenga la intolerancia, el fanatismo y el odio a personas y grupos, patentes en los rabiosos mensajes en medios y redes de las clientelas oficialistas.


Profesor Derecho de la Información,
UNAM.

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