Tijuana.— Da pequeños pasos como si fueran los primeros, tiene un año y apenas logra sostenerse, avanza hacia unas redes con púas donde un par de oficiales armados cuidan la puerta de ingreso hacia Estados Unidos, en la garita Otay Mesa. Del peligro no sabe nada, pero su madre sí, la toma del brazo y la regresa junto a unosue se plantaron en ese lugar.

A un costado, una fila interminable de personas que, con visa en mano, cruzarán la frontera para trabajar y otros, no pocos, para comprar lo que se le atraviese al bolsillo, mientras las familias que escaparon de la muerte en sus lugares de origen esperan a que algún agente de migración se les acerque y atienda su petición de asilo: queremos vivir, claman.

Son mexicanos, principalmente de Michoacán y de Guerrero, que desde el pasado viernes partieron del albergue para migrantes Pro Amore, en el Cañón K, en la colonia Patrimonial Benito Juárez, donde han permanecido desde hace meses y hasta un año sin que tengan información de cuándo podrán iniciar su trámite.

Claudia es una de las migrantes mexicanas que llegó junto al resto de las familias, y desde la banqueta intenta calmar a sus dos hijos, uno de siete y otra de tres años, están cansados y apenas han bebido sorbos de leche y un comido par de galletas que les trajo su padre.

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Desde la fila, entre el mar de gente que espera su turno para cruzar a Estados Unidos, una mujer de la tercera edad les grita que piensen en los niños, en su seguridad, les dice que no es justo y que lo mejor es regresar.

Claudia, que no tiene más de 30 años agarra a su hija: ¿Qué pensemos en su seguridad? Si nos quedamos nos matan y a ellos los meten a la maña, a mi niña me la quitan y se la llevan... Esa gente habla porque puede y porque jamás van a saber de ese miedo.

Ella y su familia, dejaron Morelia. Pensaron que era una ciudad en aparente tranquilidad que no vivía la tragedia de las balas como otros sitios casi innombrables para la población como Aguililla y Apatzingán: “Mi marido decidió integrarse a la policía local porque creíamos que así podríamos tener acceso a un seguro social médico, salario digno y la garantía de una mejor calidad de vida”, señala.

“Los narcos le pidieron trabajar para él”, dice Claudia en voz baja, después de pedir no usar su nombre verdadero ni ser fotografiada del rostro, “primero no respondía porque no quería hacer enojar a nadie, así fue mucho tiempo hasta que ya no le dieron más y mejor nos venimos”.

Ellos escaparon y decidieron, como muchos, llegar hasta la frontera en Tijuana para pedir asilo y protección al gobierno estadounidense. Llegaron hace casi un año y desde ese entonces viven como pueden. En el albergue Pro Amore, su esposo es ayudante de cocina y ella ayuda con cualquier trabajo que le llegue.

Así había sido hasta que hace un par de días un grupo de voluntarios de instituciones de migración les dijo lo que ninguna familia quiere escuchar: no van a cruzar. Les informaron que no hay proceso abierto.

De inmediato las familias, entre ellas la de Claudia, salieron del refugio como un disparo director hacia la garita Otay Mesa para pedir asilo, para preguntar directamente a los agentes de migración estadounidense cuáles eran sus alternativas, pero ni ellos ni nadie les pudo responder.

La única alternativa, dicen los empleados de los gobiernos federal y local, es regresar al refugio.

“Nos tratan así porque jamás han sabido del miedo de que te maten sólo por vivir en un lugar”, responde una mujer.

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