Tijuana.— Sacramento fue una de las primeras migrantes en recibir la en el templo y albergue Embajadores de Jesús, un espacio que aloja a miles de retornados y deportados que diario son enviados por el gobierno estadounidense a esta ciudad.

En Los Ángeles, California, fueron donadas mil 200 vacunas Pfizer para aplicarse en el refugio para migrantes.

La iglesia, enclavada en el cañón de Los Alacranes, en la zona noroeste de la ciudad, se ha convertido en una especie de santuario, pues es de los pocos albergues que aún recibe a migrantes expulsados bajo el título 42, es decir, todos aquellos que fueron regresados casi inmediatamente tras haber cruzado la frontera.

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El templo se esconde entre las calles de tierra sin nada de concreto. Encima de ellas las gallinas y los puercos se pasean como dueños del espacio a donde la comunidad migrante de Haití y Centroamérica llegó para asentarse mientras esperan su oportunidad para cruzar o pedir asilo al gobierno de Estados Unidos.

Sacramento es una de las inquilinas temporales que llegó luego de que la retornaran por haber intentado cruzar el muro. Su intención jamás fue esconderse: ella y sus hijos cruzaron y de inmediato buscaron a alguno de los oficiales de la Patrulla Fronteriza para que les recibiera su solicitud de asilo en ese país.

Pero mientras espera junto a casi 2 mil migrantes más que también viven en el templo, una comitiva de voluntarios de California llegó el lunes pasado junto con las dosis de vacunas contra el Covid-19.

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Sin esperarlo, se convirtió también en una de las primeras en recibir la inyección que, dice, ahora le permitirá abrazar a sus hijos sin miedo.

Junto a su bebé, sentada en una de las sillas que fueron colocadas de manera ordenada y con espacios para mantener la sana distancia, esperó hasta que alguien gritó su nombre. Un hombre grande con acento anglosajón alzaba un megáfono con el que ponía el orden y pasaba a los migrantes.

“¡En silencio, por favor!”, les gritaba mientras caminaba de un lado a otro. “Sigue usted, ¡pásele, pásele!”.

Sacramento pasó, se sentó y la doctora sacó de una pequeña caja refrigerada una de las dosis. Justo cuando le limpiaron el brazo con un algodón con alcohol cerró los ojos y no pasaron más de cinco segundos cuando ya era una más de las personas inmunizadas en el albergue.

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“¡Es que estoy bien feliz! Cada que mis niñas se enferman siento que se me sale el corazón”, explica la mujer, que aún lleva en brazos a su bebé.

“Uno aquí compartiendo el espacio con tanta gente, aunque quieras no hay modo de cuidarse, es un mismo lugar con tanta gente”, señala.

Y tiene razón. Apenas en la entrada del templo, durante las noches, son colocadas las colchonetas en donde duermen, sin que quede espacio para caminar. A lo largo del piso se extienden cada una de las camas improvisadas para recibir a los más de 100 migrantes que llegan prácticamente diario.

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A veces, dijo el pastor del albergue Gustavo Banda, llegan hasta seis camiones del Instituto Nacional de Migración (INM) con decenas de migrantes que fueron retornados. Aunque quisieran, el espacio dentro del sitio no es suficiente para mantener las medidas, pero se trabaja en lo que se puede. Al entrar se usa cubrebocas y se colocan gel antibacterial.

“¿Cómo les voy a cerrar la puerta? Los albergues están saturados y no hay muchos dónde los reciban; aquí tenemos las puertas abiertas y por eso, digo yo, Dios nos bendijo con las vacunas”, refiere el religioso.