Antes de cumplir los cinco años de edad, al pequeño Armando Manzanero lo despertaba una voz sabia y profunda que recordaría toda su vida. Le hablaba en maya: “Buenos días mi pequeño caballero, vamos a comer. No más sueño. No más sueño”. Era la de su abuela Rita , quien lo educó.

Ese chiquillo soñaría entonces despierto. Sería el compositor más importante que haya dado su estado, Yucatán . Y mejor aún: el mejor de su país, México, y uno de los más importantes del mundo. Armando Manzanero ha dejado de soñar a los 85 años, pero regaló al mundo más de 600 canciones para seguir su ensoñación perpetua, siempre enfocada en el amor.

Él decía que su vida era muy complicada antes de ser engendrado, “yo soy de las personas que se fue a bañar a la lluvia como todos los vecinos de mi barrio, cuando había rayos, cuando había tormentas, siempre fue muy complicado”. Su padre fue músico, trovador, un hombre que le dio disciplina y valor por el orden, pero fue su abuela Rita y su madre Juanita quienes le enseñaron todo: a valorar la vida, a la mujer al amor. “Mi padre tuvo con mi mamá a mí, el mayor dos hermanas mayores, una que una vive aquí y otra en Cuernavaca, pero tuvo un hijo con otra señora antes de casarse con mi mamá razón por la cual no se decidía con quién se quedaba”.

La vida con su abuela Rita lo llevó a largas caminatas que le descifrarían el mundo siempre en maya, en la que el pequeño manzanero subía un ferrocarril ayudándole a cargar tejidos de paja para hacer sombreros. Ambos regresaban con gallinas, a veces con naranjas, mameyes y mangos. Lo que hubiera.

Ese amor no se contraponía al que sentía por Juanita, su madre, quien se vio en la necesidad de dejarlo con la abuela pues no tenía tiempo para atender las necesidades de un pequeño: ella tenía que trabajar en un taller. Cuando el padre de Armando se decidió por educarlo y ayudar a su madre, él fue arrebatado de su abuela. Fue su primer rompimiento. En el futuro, Manzanero diría en varias ocasiones que el amor no se limita a amar a una pareja, se puede amar a la abuela, a la madre. Se puede amar, decía él, a los amigos y a las aves. Por eso escribió, por ejemplo, “No existen límites”, porque él veía en el amor al mejor destructor de muros y fronteras.

“Si todos cantaran una canción de amor, no tuvieran ganas de quedarse con nada, porque si usted se da cuenta de la guerra, indudablemente es por reinados, cuando empieza el mundo, por posesiones por quedarse con cosas. A nosotros nos invadieron varias veces y se quedaron con territorios nuestros y ese país del que yo hablo, pues vea usted sus estrellas, pero la mayoría de esas estrellas eran territorio de otra gente y siempre recurren a la guerra”.

Amante de las palabras

Al maestro Manzanero no le gustaba conversar en un restaurante que tuviera música como fondo, si ésta no contemplaba a los comensales. Le resultaba molesto tener que subir el volumen de la voz, y que la canción fuera un impedimento para el deleite de una charla o un platillo.

La palabra era importante para él. Hace unos años, todavía no podía entender a quienes preferían ver un celular a disfrutar un café. “Una de las cosa que más se ha perdido y tenemos que agradecérselo al internet, es el diálogo. El otro día mis nietas estaban con su aparatito maléfico y les dije, ‘apaguen esa porquería y háganme el favor de disfrutar lo que tenían en la ventana”, recordaba.

“Usted va a Mérida y ve cambiado aquel café en donde la gente iba a conversar, a dialogar. Y no es que sea retrógrada ni antiguo: me gusta la conversación, me gusta el diálogo, entonces, es una tristeza que ya la gente no dialoga, es increíble que en la época en donde más comunicación tenemos, es cuando más se ha perdido: entre la pareja, entre los hermanos, entre la gente…”

No siempre fue así. Al pequeño Armando te aterraba conversar, tener que entender el mundo luego de haberse sumergido en los acertijos que su abuelita Rita le ilustraba en maya. Cuando regresó a su familia nuclear, junto a su padre y madre, fue llevado a la escuela. A un mundo que le hablaba en español, que le significaba hostilidad. Un nuevo universo que lo angustiaba por indescifrable.

Entonces, en medio de eso que él definía como “enfermedad”, apareció su abuelita Rita en la escuela. “Veo a mi abuela en los barrotes de la escuela, corrí y le dije, ‘qué bueno que viniste por mí porque yo no quiero estar aquí’, y me dijo: ‘no, si vas a estar aquí, porque yo no quiero que cuando tú seas mayor nos pase lo que la semana pasada, que quisimos ir a visitar a tu tía y por no saber yo leer, nos subimos a otro camión. Y nos llevó a otro lugar’”.

Armando entendió que las palabras eran el vehículo para descifrar el mundo y, mejor aún, para poder reinventarlo. Ocurriría en todas partes, cuando muchos años después vivió en Perú, reinterpretó todas esos recuerdos en ‘Adoro’, en ‘La calle en que nos vimos’, y le añadió brillo de unos ojos, labios rojos y la forma de un suspiro. Una vez en un avión, antes de aterrizar en Puerto Rico, le vino a la mente el tema “No existen límites”, por la premura guardó aquella hoja en su portafolios. Pasaron tres años y, revisando sus cosas, encontró la letra y le añadió musica a una de las canciones que amó “con toda el alma”.

El decidor de historias de pareja

Armando Manzanero soñó con ser compositor la primera vez que escuchó a Carlos Gardel: El día que me quieras/ La rosa se engalana/ Se vestirá de fiesta/ Con su mejor color/ Y al viento las campanas/ Dirán que ya eres mía/ Y locas las fontanas/ Se contarán su amor… “Cuando escuché ’El dia que me quieras’ pensé: es lo más sublime, algo insuperable. Supe que las letras eran de un señor (Alfredo) Le Pera. Pero luego vino ‘Júrame’, de María Grever y se viene abajo todo”.

El maestro no espero a las musas, fue hacia ellas. Su tía abuela era directora de Bellas Artes en Mérida, así que fue él mismo a pedirle que le diera una oportunidad para aprender en sus talleres. Al ver sus dotes, su padre, que fue músico, le vendió su piano: no quería que su hijo se dedicara a eso. Manzanero decidió no detenerse: compró un acordeón en abonos: 700 pesos, que él consideraba ‘una barbaridad’. En ese acordeón, a los 15 años compuso su primer tema, “Nunca en el mundo”, del que se hicieron 21 versiones y le permitió ir a la Ciudad de México: ‘En 1957 llegué a la Ciudad de México porque me di cuenta de que yo tenía 20 años… que la provincia era todo lo que amaba, pero ya no tenía mucho que darme, ahora era yo el que tenía que darle algo a ella”.

¿Qué le faltaba al joven Manzanero? ¿Qué descubrió en la capital? La picardía en sus temas, la pasión que desbordaría la de millones en el mundo. “Cuando vine a México, en mis primeras canciones (el compositor Luis Demetrio) me dijo: ‘tienes que ponerle más picardía, más de hombre mujer, tus canciones son demasiado blancas, muy buenas armónicamente, pero insulsas. Y así fue que compuse ‘Voy a apagar la luz’, y cuando sale la primera versión no la quería poner porque decían que era demasiado… (sonríe)”.

El maestro nacería y no moriría jamás. Él decía que no había fórmulas mágicas, sólo amor por sus composiciones y disciplina. Que no era un poeta, sino un ‘decidor de historias de pareja’. Esa fue la puerta que abrió hacia la eternidad. Una buena analogía de lo que vivió de niño, cuando su mamá se ganaba la vida leyendo cartas: “nunca creía yo en eso, y desde muy niño un día le dije, ‘¿cómo es posible que tú les puedas decir toda esa gente y ellos te creen, porque luego les sale cierto?. Entonces me decía: ‘pero qué tonto eres’, me lo decía en otra palabra porque mi madre era muy insultona, ‘no te das cuenta de que desde que llegan, no han entrado a la casa y ya están contando sus problemas’”.

Él tomó algo de su madre, la que descifraba a las personas, será despedido con el amor que él mismo provocó, justo como ella hubiera querido y como él mismo lo diría: Descubrí/ Que puede un beso ser más dulce y más profundo/ Que puedo irme mañana mismo de este mundo/ Las cosas buenas ya contigo las viví”.

“Mi madre --continuaba decidiendo el maestro-- siendo una persona que no cursó más que al tercer año, tenía tal encanto cerebral y chispa que a la hora de su muerte me di cuenta que era muy adorada, porque fue mucha gente. Es ahí donde se ve cómo se portó uno”.

 ***Los testimonios para este texto están recogidos del libro autobiográfico del maestro Armando Manzanero, titulado “Relatos de infancia”, además de dos entrevistas realizadas en el programa Conversando con Cristina Pacheco (7 de julio de 2017 y 13 de julio de 2012).