En inglés, un idioma tan sintáctico, existe un sustantivo para la observación de pájaros: Birdwatching. En la era victoriana se puso de moda como afición exquisita, como asunto derivado del trabajo de los naturalistas, lo que ya sucedía como un instinto añejo de caza de alimento y luego una sofisticación deportiva: la cacería. Observar aves entre aficionados, y no ornitólogos que los estudian, consistía y consiste en usar los binoculares y avistar aves en sus diferentes ecosistemas, a distintas horas, en actividades diversas. Seguramente sacia lo que ya hemos perdido desde que el mundo se exploró y documentó y que la imagen global nos lleva por todos lados para mostrarnos la diversidad del mundo natural: el deseo de descubrir. Gritar tierra. En cambio diremos allí está, cuál es, en esa rama, el pico gris, el pecho amarillo y, silencio, cuál está cantando, qué especie es. No para nombrarlos con el nombre y apellido que les dio el sistema de Linneo (y que son fascinantes por ordenamiento y origen), sino para poder decir con conocimiento y experiencia: petirrojo, cardenal, jilguero, gorrión, lavandera, papamoscas, colibrí, perico, etcétera. Siempre me había parecido rara la pasión de los observadores de aves, (con todo y mi pasado de bióloga y a pesar de que a la escritora Margaret Atwood le gusta), aunque debo confesar que los catálogos ingleses de la Aubon Society, con imágenes de especies y su nombre científico y vulgar, me encantan. Quizás porque resultan más acompañantes de paseo que verdaderos estudios, o porque tienen algo del espíritu del siglo XIX, y de una aristocracia que podía pagarse excursiones por el mundo para actividades tan ociosas como ver pájaros (se vanagloria de haber recorrido todo el mundo observando aves). El ocio como un lujo distante y también como algo proscrito.

Puro prejuicio que no me permitía sentir la emoción que puede resultar de estar en el corredor de una casa de 1830, en la selva veracruzana de Totutla y entre sorbos de café de la propia finca, escuchar y ver ese catálogo volador en vivo. Aquí la escena: el alero de la casa que tiene una historia que a quienes la habitan ahora les es imposible rastrear con detalle a pesar de ser los herederos, cobija del sol naciente y ofrece la vista de los árboles que se miran por dos costados. El concierto de cantos, llamados, graznidos, piares ocurre sin que medie dirección alguna. La chica experta se acerca y dice que la melodía que persiste es la de la primavera, dirige mis ojos a ella de amarillo suave en la rama de un árbol. Me pregunta si está cantando. Pienso que es de broma la pregunta, pero con los binoculares cuando el ave se pone de perfil en la rama alta, veo que el pico se abre y cierra. Está cantando la primavera. Hasta me parece cursi la frase pero me emociono, la emoción del espía, de poder ver lo imposible, de hacer caso de un espectáculo que el ruido del mundo y la ocupación con lo humano (sus turbulencias mayormente) no nos permiten atender. Pero allí está. Luego aparecen en el área despejada del cielo dos aves que vuelan como proyectiles sin agitar las alas, hasta la rama de la palma real. Justo antes de que se pierdan en la hoja descarada, observo ese pico gancho que es casi un tercio del cuerpo. Un tucán. No lo puedo creer, es como rozar un mito; despojarlo de su lejanía y saberlo a unos metros. Tucancillo, me aclara la experta, que busca con ansia al otro. Se pierden y los vemos volar más tarde rumbo al olmo gigante que lleva más de 200 años como lo delatan las pinturas antiguas de la casa y sus alrededores. Me alegro de poder reconocer que es ese par el que va rumbo al multifamiliar arbóreo. Vuelan con una especie de decisión militar y delicadeza. Es obvio: el mundo de las aves está lleno de poesía y crueldad. Aves que roban huevos, otras que colaboran, migraciones masivas que han escogido la cintura de México como paso natural. La chica experta nos cuenta que el cielo se ennegrece con los zopilotes y otras aves de rapiña viajando en cierta época del año. Me imagino un río de plumaje oscuro en el cielo. Me gustaría verlo. Ahora entiendo, desprovista de la pretensión erudita que pudo haber tenido la actividad y por la que Lorrie Moore —en un doble juego— nombró a su espléndido libro de cuentos Birds of America, que observar pájaros es una forma de lectura, de ritual de paz y de conquista del asombro. Tal vez por permitirnos unos instantes ajustar nuestro lugar en la basta dimensión del planeta.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses