El primer cuadro al óleo que pintó Constante Rapi Diego durante su estancia de uno o dos meses en casa de Vicente Gandía en Cuernavaca acaso fue aquel que representa a un niño con boina al que le falta una rosa, porque no terminó el cuadro, en una conjunción de jardines varios con una fuente y una casa muy al fondo. Esos jardines, esa fuente, esa casa importan el recuerdo de Villa Berta en el pueblo de Arroyo Naranjo, cerca de La Habana, la casa en la que vivió su infancia con su hermana Fefé y su hermano Lichi. El niño de la boina al que le falta una rosa es su padre, Eliseo Diego, que tampoco dejó de evocar su infancia en ese lugar propicio para la felicidad.

Esa felicidad ha perdurado en un libro: El reino del abuelo, de Josefina de Diego, Fefé, que recuerda que la casa estaba atrás, al fondo, escondida, que se llamaba Vila Berta, como podía leerse en las dos puertas de rejas de hierro, por su abuela paterna, que “el abuelo asturiano había dividido el jardín en recintos irregulares y hechizados. Cada recinto era un lugar de inagotables sorpresas. La luz y la sombra entre los árboles dibujaban figuras inquietantes que parecían venir de sitios remotos para enseñarnos un juego nuevo, un rincón olvidado”. En la fuentecita de enbelesos ella y sus hermanos Rapi y Lichi escondían sus tesoros. “Era el lugar ideal, protegido por la estatua del niño-vigía. Escondíamos monedas y objetos de valor inapreciables, como las cartas que les escribíamos a los Tres Reyes Magos el próximo año porque no queríamos que se nos olvidara ni uno solo de los juguetes que veíamos en las revistas y en las tiendas. Confeccionábamos un mapa perfecto, como los que hacían los piratas, para poder recordar con exactitud el lugar elegido”. Era también el sitio preferido de su mamá para tomarles fotografías.

Rememora asimismo los domingos, que comenzaban con la música del piano que tocaba su abuela Chifón, cuando las puertas de hierro permanecían abiertas y en distintos automóviles iban llegando sus tíos, los poetas del grupo Orígenes, Cintio Vitier y Fina García Marruz con sus primos Sergio y José María, Octavio Smith, Agustín Pi, los cuales permanecían hasta el anochecer cuando iban saliendo en sus autos. “Los mayores también jugaban. Lo que más les divertía era el croquet, y se lo tomaban muy en serio. Alzaban la voz, se insultaban, se decían nombres extraños. Lo raro era que, siempre, después de un insulto terrible, se oía la risa de papá, la de Octavio, la de Cintio, la de Agustín. También se entretenían leyendo poemas, traducciones, artículos, oyendo música, jugando a los actores”.

Arroyo Naranjo, refiere Eliseo Alberto, Lichi, en la presentación del libro de su hermana Fefé, sólo contaba con tres puertas de entrada: una línea de ferrocarril, un puente de hierro, casi centenario, nombrado Cambó, y la Calzada de Bejucal, prolongación de la de Jesús del Monte, de donde procede el primer libro de poemas de Eliseo Diego.

Eliseo Diego sabía que existían lugares sagrados. No aludía a los sitios donde vivió algún santo personaje y a los que rodean las tradiciones humanas de un aura de veneración piadosa, sino a “sitios sagrados como el Monte de la Cuarentena o el Calvario, sitios expuestos, sitios augustos; y sitios llenos de un perpetuo crepúsculo como los cromlech celtas. Pues bien: existen de un modo semejante, sin relación directa con la belleza posible que la palabra desgraciadamente conlleva, existen también espacios poéticos. Y en uno de ellos está la fuente de todo lo que he hecho o podré hacer nunca”.

“Concretamente”, confesó en “Esta tarde nos hemos reunido”, una conferencia que pronunció en el Lyceum de La Habana a finales de los años 50 del siglo pasado, “la raíz de mi pequeña obra está en una quinta cercana a la casa donde hoy vivo. Una quinta desparramada y vieja, rica en galpones, caballerizas y recovecos; en tapias inútiles y patiecillos oscuros”. Ese lugar era Villa Berta, concebida por su padre Constante en Arroyo Naranjo.

Eliseo Diego murió el martes 1 de marzo de 1994 en un departamento de la calle Amores, en lo que se llamaba Distrito Federal. Meses después, Fefé llamó desde La Habana a su hermano Lichi, que vivía en el Desierto de los Leones, para anunciarle, sin disimular el nerviosismo y la exultación, que había encontrado el manuscrito de una novela que su padre, Eliseo Diego, había empezado a escribir, “con la ayuda de Dios”, según anotó entonces, en noviembre de 1944: Narración de domingo que se convirtió en el origen de La novela de mi padre, de Eliseo Alberto, Lichi, que publicó Alfaguara en marzo. “Las ilusiones son iguales a los recuerdos”, sostiene Eliseo Diego en ese manuscrito. En el libro de Lichi se continúa esa narración de domingo que “fue comenzada, ¿pero cuándo será terminada? Cuándo. Nunca” y se transforma en una historia íntima, familiar. Esa historia converge inexorablemente en Arroyo Naranjo.

“Diez años después de la muerte de mi padre”, escribió Lichi en ese libro, “yo volveré a su pueblo abandonado. Lo haré por él, por mamá, por mis hermanos, por mí”.

Lichi murió en el exilio el último domingo de 2011. El destino de sus cenizas fue Arroyo Naranjo.

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