El miércoles 14 de octubre de 1946, cuando Orson Welles y Rita Hayworth llegaron al entonces Distrito Federal en un vuelo procedente de Los Ángeles, refiere Rafael Aviña en Orson Welles en Acapulco (y el misterio de la Dalia Negra), fueron recibidos, entre otros, por un grupo de mariachis que interpretaba “El son de la Negra” y el ingeniero Carlos Samaniego, subgerente de la Columbia Pictures en México, que fue quien quizá le impuso a Welles un sombrero de charro y un sarape de Saltillo que le pertenecían a su hijo Carlitos. Si, como lo advirtió Emilio García Riera, el kinetoskopio Edison y Hollywood han propuesto desde el principio la imagen del mexicano como un hombre dispuesto a jugarse la vida a cuchilladas, que pelea con toros, que es receloso pero circunstancialmente noble, bandolero y greaser, no pocos mexicanos parecen cifrar la identidad nacional en un sombrero y un traje inverosímiles que se acostumbran en San Juan de Dios en Guadalajara, en el Parián de San Pedro Tlaquepaque, en Garibaldi en el hasta hace poco Distrito Federal, en ciertos restaurantes-bares que se consideran “típicos”.

A finales de 1946, Orson Welles filmó parte de La Dama de Shanghai en Acapulco, pero, como lo sostiene Rafael Aviña, eludió su representación turística y exótica creando secuencias inquietantes como la que transcurre en las callejuelas sin pavimentar del centro y la plaza del mercado. Sin embargo, no prescinde de “escenas muy realistas, como aquella de los cerdos que vagan por la calle de terracería en lugar de perros callejeros: por cierto, algo muy común en el Acapulco de ese momento”.

Aunque su trama ocurre en Tijuana y no deja de aludir a algunos mitos de ciertas ciudades mexicanas de la frontera con Estados Unidos, donde se confunden traficantes varios, negocios sórdidos, proxenetas, corrupción, sobrevivientes de destinos malogrados, norteamericanos no sólo dispuestos a perderse en diversiones y prácticas proscritas en su territorio, tampoco en Sombras del mal Orson Welles se sometió a representaciones manidas ni a tópicos reiterados, sino que creó una historia peculiar en la que el investigador de narcóticos mexicano no carece de los rasgos que le suele atribuir Hollywood, pero los métodos del agente norteamericano, que no deja de recurrir a la falsificación de pruebas, no se parecen a los atributos heróicos que pretenden conferirles a los policías norteamericanos ciertos films.

En la larga secuencia de La Dama de Shanghai en la que Rita Hayworth se pierde en las calles de Acapulco, recuerda Rafael Aviña, puede descubrirse el hotel Estrella, un muro en el que se puede leer la palabra “Alemán”, que alude al entonces nuevo presidente de México Miguel Alemán, un cartel de la película Resurrección, de Gilberto Martínez Solares con Emilio Tuero, Lupita Tovar, Sara García, y un anuncio del cine Río.

Uno de los socios del cine Río, el pintor Antonio Peláez, había declarado a la revista Palpitaciones porteñas, cuando comenzaba el año de 1946 y se construía esa sala cinematográfica que tendría el sistema de aire acondicionado más moderno existente en el país, que estaban “dispuestos a no escatimar dinero para llegar hasta lo que ha sido nuestro propósito: presentar a la sociedad de Acapulco un magnífico salón de espectáculos”.

Entre los socios de los cines Río y Rojo se hallaba asimismo su hermano Francisco, antiguo portero del equipo de futbol Asturias, que firmaba sus libros como Francisco Tario, uno de los cuales, publicado en 1951 con fotografías de Lola Álvarez Bravo, fue Acapulco en el sueño. En Universo Francisco Tario, de Alejandro Toledo, su hijo, el pintor Julio Farell, recuerda que Tario había invertido en esos cines parte de la herencia que el padre de los Peláez les había legado a sus hijos en vida luego de vender su tienda de ultramarinos en la calle Mesones, en el entonces Distrito Federal. Sin embargo, a finales de los 50 “su padre atendía llamadas telefónicas que lo ponían de mal humor. Acaso hubo presiones para que vendiera los cines; las películas que le mandaban eran de mala calidad, estaban rotas. No hay nada claro. Un día les dijo:

“—Nos vamos a vivir a Europa. Arreglen lo que tengan que arreglar.

“Malvendió Tario su piano Steinway con teclas de marfil, lo mismo que las casas de Acapulco y México. Abruptamente dejó todo lo que tenía y se fue a España.”

Uno de los nombres que más se repetían en casa de los Peláez entonces fue el de un norteamericano que parecía vestir siempre la misma corbata negra y el mismo traje oscuro raído, que era compadre de Maximino Ávila Camacho y algunas tardes iba en Puebla, refiere Andrew Paxman, “a ver una película en alguno de los cines que le pertenecían. Las comedias mexicanas eran sus favoritas; el público lo conocía por su risa estridente”. Ese hombre era William O. Jenkins.

Paxman acaba de publicar una biografía muy recomendable y reveladora de la manera en que se han tramado ciertas fortunas en México: En busca del señor Jenkins, y en la que, entre otras cosas, sostiene que en 1944, el Grupo Jenkins “tenía más de 60 cines. En 1950, su colección llegó a un total de 220, cifra que probablemente omite más o menos otros 100 con los que tenía arrendamientos o filiales. Juntos, éstos abarcaban una cuarta parte del total nacional, aún no un monopolio (ni un monopsonio), pero suficientemente grande para poder presionar a los distribuidores a concederles términos favorables e intimidar a los operadores de las cadenas más pequeñas para vender”.

Jenkins, que dominaba implacablemente el negocio de los cines en México, terminó convertido en una representación del inescrupuloso magnate gringo, semejante a las que a veces proponen el cinematógrafo y las caricaturas.

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