Horas antes de que comenzara el Martes Negro en el que “la nación dividida” que es Estados Unidos decidiera elegir como presidente —robo palabras de Héctor Aguilar Camín— a “un demagogo xenófobo, sin la menor experiencia de gobierno, y con la más inquietante colección de soluciones discriminatorias de que tenga memoria la democracia moderna”, el editor de Nexos on line, Esteban Illades, dijo algo que a las 10:30 de la mañana sonó como un chiste:
“Así cómo hoy se preguntan ¿dónde te agarró el terremoto del 85?, tal vez en el futuro tengamos que preguntarnos: ‘¿En dónde estabas cuando ganó Donald Trump?’”.
Al llegar la noche la sombra de aquel chiste había adquirido el contorno de una pesadilla. Muchos registrábamos las tendencias de la votación con la misma angustia que hoy creemos que debió desatar, en 1933, la autoproclamación de Hitler.
El artículo en que Paul Krugman anunció esa mañana que las tendencias favorecían a Donald Trump —Estados Unidos, nuestro país desconocido—, y en el que el Nobel de Economía 2008 aseguraba que “la gente como yo, y probablemente como los lectores de The New York Times, en verdad no entendemos en qué país vivimos. Pensamos que nuestros conciudadanos no votarían por un candidato tan evidentemente poco calificado para el máximo cargo, con un temperamento tan demente, tan escalofriante como absurdo”, adquirió de pronto un rango semejante al de las profecías de Nostradamus.
Las posibilidades de triunfo del candidato republicano alcanzaron en poco tiempo 80%.
Y vino el resultado apabullante.
Acaso como millones de seres en el planeta, me descubrí, en la madrugada, contemplando el techo con pavor, y sumergido en las cumbres peladas del insomnio a las que se refiere el poema.
Sentí que la máscara había caído y aparecía el rostro verdadero de una nación: la cara “racista, supremacista, xenófoba y aislacionista” de la que tanto se ha hablado últimamente en los diarios.
La cara estaba escondida en el subsuelo.
¿Cuándo se nos ocultó esa parte mayoritaria de Estados Unidos?
Ahí, esa madrugada, mirando el techo, recordé un ensayo deslumbrante de Umberto Eco sobre lo políticamente correcto.
Creo que se publicó en México en 2007. Creo que hay ahí una respuesta de lo que ocurrió.
En 1973, un tribunal superior de Estados Unidos decidió que no era correcto hablar de Estados Unidos en abstracto, sino del pueblo de Estados Unidos. De acuerdo con Eco, en ese acto se encuentran las raíces de lo que hoy llamamos lo políticamente correcto: un movimiento de reforma lingüística que se dedicó a buscar eufemismos para “no herir susceptibilidades”.
En la década de 1980, escribe Eco, ese movimiento tomó por asalto las universidades estadounidenses. Hubo una pasión, que rayaba en lo ridículo, por encontrar sustitutos eufemísticos al referirse “a raza, género, orientación sexual, discapacidad, religión, opiniones políticas…”.
“Todo esto con el fin de eludir discriminaciones injustas y evitar ofensas”, postuló Eco.
Sobrevino una larga serie de batallas para no decirles negros a los negros, ni ciegos a los ciegos, ni gordos a los gordos.
La trampa de lo políticamente correcto, según Eco, consiste en que los “otros”, y no “nosotros”, decidieron cómo querían que se les llamara.
Así que a los negros comenzaron a llamarlos afroamericanos. A los ciegos, invidentes, y a los gordos… “personas con sobrepeso”.
Lo políticamente correcto, sin embargo, no resolvió ninguna realidad social. Sólo cambió los nombres, mantuvo intactas las condiciones originales e hizo que la gente comenzara a callar, a comportarse con hipocresía.
“Se exigió en público el nuevo nombre, pero en el lenguaje privado se siguió utilizando el antiguo”, escribió Eco.
Lo que pugnó en su origen por los derechos de las minorías terminó sumergiendo al mundo en una forma de la inmoralidad: todo permaneció intacto, mientras afuera hablaban las máscaras.
Pues bien, el pasado 8 de noviembre esas máscaras al fin cayeron.
Y el rostro que se hallaba atrás era igual de espantoso que hace 50 años.
En respuesta a la columna Fichas de depósito confirman corrupción en SCT, el titular de la Dirección General de Protección y Medicina Preventiva en el Transporte, José Valente Aguilar Zínser me envía un comunicado, el cual se puede leer en la siguiente liga.
PDF. Carta de la SCT a Héctor de Mauleón
@hdemauleon
demauleon@hotmail.com