Evocar la obra de Juan Rulfo en su centenario, que debería tener como solo objeto acercar más lectores a la lectura de su viva obra, se disminuye a causa de no menos vivos rencores. Rara cosa echarle moscas al pastel. El “rencor vivo”, síntesis de la vesanía del abominable Pedro Páramo, substancia de su alma podrida, se revive como virtud entre algunos de sus exégetas si tiene a Octavio Paz como destinatario.

Conmueve la tenacidad con que un pope papamoscas encargado de la inmortalidad de Rulfo cacarea en su palenque craneal su credo cotidiano de que Paz lo saboteaba por envidias, celos o lo que sea. Lo que ya no conmueve es advertir que no faltan quienes se colman el coco con esa calumnia y le agregan cacofonía.

No fue ajeno Rulfo, por desgracia, a la factura de esas leyendas. En abril de 1979 —a tres años de que Luis Echeverría acabó con el diario Excélsior, de Julio Scherer y, de pasada, con la revista Plural, de Paz— Rulfo declaró que “el boom lo hicieron cuatro personas: Carlos Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa y… y ¿quién mas? Bueno, eran cuatro. Y en cada país armaron un boom pequeño; le decían la maffia (sic) y el que no pertenecía a la maffia tenía muchas dificultades para publicar y todo eso. También fue otra de las razones por las que yo no pude publicar a tiempo. Por esa época era muy difícil publicar. Ahora hasta los marihuanos publican libros” (en Toda la Obra, edición de Claude Fell, en línea).

Ignoro quiénes serían esos deleznables marihuanos. Y por qué se consideraba Rulfo víctima de esa mafia que no existía cuando comenzó a publicar. La verdad es que le fue muy bien porque tenía muchísimo talento: en 1945, a los 28 años, debuta en revistas de provincia y apenas ocho años después, en 1953, ya lo publica la editorial consagratoria entonces, el Fondo de Cultura Económica. Es una historia de éxito intacto, ¿qué necesidad hay de enturbiarla inventándole antagonistas?

La verdad, por insoportable que resulte, es que Paz colaboró en esa historia feliz: en 1955 es él quien propone a Rulfo como candidato al recién creado Premio Villaurrutia, como narra Felipe Garrido. En carta de Nueva York (3-12-1956), Paz le cuenta a Fuentes que va a ver a James Laughlin, director de la editorial/revista New Directions para proponerle libros de México: “Rulfo en primer término”. El 14 del mismo mes pide que le manden “varios ejemplares” de Pedro Páramo para buscarle traductores y editores. En 1958 le propone “Luvina” a Roger Caillois, que lo acepta para sus “60 cuentos de terror”. En 1959, Paz selecciona a los autores para un número de Evergreen Review dedicado a México e incluye fragmentos de Pedro Páramo que traduce su amigo Lysander Kemp (el mismo año se publica su traducción de la novela). En 1960, Paz escribe su ensayo “Paisaje en novela en México: Juan Rulfo”, encomiástico. En 1961 saluda a Rulfo como “autor de una de las pocas obras maestras de la literatura latinoamericana” y, en su calidad de jurado, lo propone para el prestigioso Premio Formentor en Mallorca (que acabó por ganar Borges). Etcétera.

Pero estas verdades no inhiben la posverdad papamosca ni la adicción al “rencor vivo” contra el que, se diría, se escribió Pedro Páramo. Azuzarlo entre dos grandes escritores en una maroma maniquea, convertirlos en los finalistas de un imaginario concurso baladí de “fama” (ese hipo pequeñoburgués) es no sólo frívolo sino una chapuza moral, una delación de inmadurez intelectual. La literatura es múltiple y contradictoria, felizmente.

Ahora, nada de eso importaría de no ser por el impuesto al rencor agregado que pagan los pocos lectores que hay en México. Si apenas .01% de los mexicanos leen libros, tratar de inocularlos contra un buen escritor, a nombre de otro buen escritor, amaga con disminuir no sólo su número, sino su calidad; propicia ponerle águila y nopal al dicho de Lichtenberg: “hay lectores que leen solamente para no pensar”.

Intriga que la encomiable fascinación ante el milagro escritural de Rulfo, entre los rencorosos vivos, suponga el ingrediente del odio contra Paz. El fervor por Rulfo no requiere de un rencor anexo. Y es que un rencor tan machacado y ritual degrada fatalmente aquel fervor, de hecho lo desnaturaliza al hacerlo interesado, al convertirlo en combustible de una invectiva. Qué contradictorio y, a la larga, qué contraproducente: es como declararle el amor a una persona diciéndole que su principal virtud radica no en que sea esa persona, sino en que no es la otra.

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