Cuando sonó la última de las detonaciones, León Toral apenas tenía fuerza para sostener el arma. El cuerpo tibio de Álvaro Obregón yacía frente a él. Mientras un grupo de diputados trataba inútilmente de reanimarlo, Federico Medrano, miembro de la comitiva del presidente electo, sujetó al asesino mientras otros lo molían a golpes y puntapiés. Una vez en la Inspección de Policía, uno de los primeros que pidió entrevistarse con él fue el presidente en funciones Plutarco Elías Calles. Esa conversación es uno de los grandes misterios de la historia política de México.

Desde sus primeras declaraciones, Toral reconoció que había cometido el magnicidio en defensa de su fe religiosa y que había obrado solo, aunque después se supo que lo hizo instigado principalmente por la madre Concepción Acevedo de la Llanta, quien fue deportada a las Islas Marías.

El proceso en su contra fue vertiginoso y, para deslindarse de cualquier suspicacia, Calles delegó toda la investigación y el juicio a simpatizantes obregonistas. Las audiencias se celebraron en el edificio de la antigua cárcel de Belén, y en ellas intervino un jurado popular. El defensor de Toral fue el afamado Demetrio Sodi, quien argumentó que, aunque el crimen se había consumado con alevosía, ésta no debía condenarse, toda vez que su representado actuó convencido de que estaba cumpliendo con un deber superior, lo que le confería a lo acontecido un halo de tragedia clásica.

Aunque hizo gala de un excelente bagaje retórico e intelectual, Sodi no logró demostrar las atenuantes del actuar de Toral. La sentencia, dictada el 30 de noviembre de 1928, ordenó que el condenado fuera muerto por fusilamiento. El último recurso interpuesto por la defensa fue un amparo por irregularidades en el procedimiento, pues no se habían sorteado los puestos de los integrantes del jurado responsable de la deliberación; también se denunció que el interrogatorio había sido tendencioso y que el delito no reunía todas las características señaladas en la ley para hacer a Toral merecedor de la pena máxima.

Los magistrados calificaron el amparo como improcedente. La prensa informó el 8 de febrero de 1929 que, intentando evitar que Toral fuera pasado por las armas, Sodi solicitó un indulto al presidente provisional Emilio Portes Gil. En él, apeló a su misericordia, le hizo notar que el homicida actuó movido más por una obsesión que por el odio y le recalcó el interés de las legislaciones mundiales por “el supremo derecho a la vida”; también le indicó que las tesis más importantes de la ciencia penal iban dirigidas ya no a la sanción del delincuente, sino a su reintegración social. La respuesta también fue negativa, aunque no se dieron a conocer los motivos.

La ejecución quedó pactada para el 9 de febrero a las 12:00 horas, siendo el lugar destinado a tal fin el patio de la Penitenciaría del Distrito Federal. Se acordó que el pelotón estuviera integrado por 16 tiradores y que se usaran carabinas “30-30”. Además, se advirtió a la población que estaban prohibidas las muestras públicas de solidaridad con el reo.

En sus últimas horas, Toral confesó que no guardaba rencor a sus verdugos y que, desde su detención, había orado más que nunca. Llegada la ocasión del fusilamiento, la comunidad católica y algunos curiosos salieron a las calles con la intención, cuando menos, de escuchar las descargas. No contaban con que las autoridades habían retrasado por media hora la orden para dispersarlos.

A las 12:25 Toral fue conducido a toda prisa al paredón. Apenas se supo que había sucumbido a las balas, la noticia corrió de boca en boca hasta congregar a una multitud a las afueras de su casa, a la que llegaría el cadáver, que debió ser ahuyentada a punta de manguera por los bomberos de la capital. Entre tumultos, el atípico héroe cristero fue enterrado el 10 de febrero, en un modesto sepulcro del Panteón Español.

En los anales históricos consta que Toral fue el último civil muerto por pena capital en la Ciudad de México.

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