La democracia encuentra su justificación histórica en la lucha por la igualdad de derechos de las personas. La reciente posición del presidente Donald Trump sobre la migración definida “como privilegio y no como un derecho” se encuentra en las antípodas del espíritu democrático. La democracia se sustenta sobre el respeto a los derechos humanos, es decir no sólo a los derechos ciudadanos. La declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 planteó que los seres humanos (no sólo los ciudadanos) “nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. La célebre proclama francesa se basó en la Declaración de Virginia de 1776, que en el artículo 1 establece que todas las personas (no sólo los ciudadanos) ”son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden ser privados o postergados». La idea de derechos inalienables, independientes y previos a la ciudadanía (relacionada con la pertenencia a un Estado) tiene su fundamento en los Dos tratados del gobierno civil de John Locke (1689), donde se afirma que cada individuo es libre e igual en el estado de naturaleza. La migración no es un privilegio, es un derecho humano. Los migrantes mexicanos, muchos de los cuales escapan de zonas de violencia laceradas por la violencia del narcotráfico; los migrantes sirios, y en general los seres humanos que arriban en busca de trabajo y de mejores condiciones, están contemplados por las declaraciones universales, aunque carezcan de la ciudadanía del país de arribo. Escapar de poblaciones diezmadas por el narcotráfico, o de una guerra o del hambre no es un privilegio, es un derecho de la persona a mejores condiciones de vida. La migración de los pobres no es una ventaja sino una necesidad, que puede realizarse por la apertura de la sociedad que los alberga. Pero esta apertura al migrante está lejos de ser un regalo, por el contrario es resultado de un esforzado proceso de incorporación y compensada por servicios al país destino. La posición de Donald Trump es una posición antihumanitaria y claramente opuesta al espíritu y valores fundantes de Estados Unidos, el primer país que propuso explícitamente una declaración de derechos de las personas. ¿De donde proviene la obsesión del presidente ultraderechista con los migrantes?

Los argumentos que Trump ha dado son los convencionales respecto de la migración: los migrantes amenazan el empleo y la seguridad de la población local. Las estadísticas desmiente estos hechos. Actualmente la tasa de desempleo en Estados Unidos bajó del 10% a una de las más bajas de la historia (uno de los logros de la administración Obama) el 4,7%. Los migrantes no amenazan el empleo. Respecto de la seguridad, que los inmigrantes cometen delitos con tasas significativamente menores que los nativos, es una realidad consistentemente documentada por comisiones gubernamentales por más de un siglo, según el experto Ruben Rumbaut, de la Universidad Irvine de California, quien concluye que “los inmigrantes están típicamente infrarrepresentados en las estadísticas criminales”.

En verdad las razones del rechazo a los migrantes, no obedecen a amenazas objetivas, sino a la mezcla de ideologías racistas y temores colectivos. Las medidas “preventivas” de la administración americana contra los migrantes están fundadas en el miedo al otro, que por cierto es un elemento muy eficaz para fortalecer tendencias autoritarias. El miedo justifica lesionar derechos, quitar garantías y aislarse ante un mundo lleno de amenazas. Algunos estudios muestran las diferentes caras de este miedo. El sociólogo (recientemente desaparecido) Zygmunt Bauman entendió que el estigma del migrante como amenaza es un indicador de la debilidad del Estado frente a la creciente globalización y al neoliberalismo. La vulnerabilidad de las políticas neoliberales serían compensadas por un Estado que ofrece protección a los habitantes del país respecto de los nuevos llegados. En el caso de Trump la compensación es paradojal, pues el propio presidente es fuente de nuevas incertidumbres e inseguridades privando de derechos a los pobres del país con el desmantelamiento del ObamaCare. El muro a los migrantes mexicanos que se calcula en un costo entre 15 y 20,000 millones de dólares, es un enorme esfuerzo económico que “compensaría” las nuevas vulnerabilidades que el propio presidente produce a su país. La política consiste en aumentar la fortaleza militar del país y al mismo tiempo acrecentar la vulnerabilidad social de los más débiles. El programa es claro: frente a un contexto amenazante, es necesario encerrarse y armarse, pero al mismo tiempo se debilita la solidaridad interna, incluso en cuestiones básicas como la salud. Una coalición de poderosos y ricos contra los más débiles de adentro y fuera del país.

Las razones del miedo al migrante deben buscarse además del estado, en la propia sociedad, en la frágil identidad de los locales, donde predominan los lazos sociales débiles, y donde la solidaridad y la cohesión han decrecido en las últimas décadas. Ni las políticas policiacas, ni las políticas asimilacionistas de los migrantes tendrán éxito, porque el problema no está en los migrantes sino en los habitantes locales. Estos problemas surgen de la erosión de lazos comunitarios e identitarios, que son reemplazados por la identidad del consumo: Estados Unidos ha forjado la identidad del gran consumidor, un gigante con alma hueca en la que declinan las identidades políticas y donde crece el miedo al cambio y a la diversidad.

La propuesta de Trump encuentra su correlato internacional en los partidos populistas y racistas de Europa. Todos rechazan la globalización. Los políticos racistas, como Le Pen en Francia, Wilders en Holanda, o Hofer en Austria hablan contra la globalización y curiosamente apuntan no a sus causas sino a una de sus víctimas: los migrantes. En Europa provienen fundamentalmente del África, continente excluido de la revolución industrial y en los márgenes de lo global; en Estados Unidos, de las zonas periféricas del desarrollo económico mexicano o expulsados por la violencia del narcotráfico.

El desafío para la democracia es serio, pues los líderes racistas son opción de gobierno en una cantidad de países como nunca desde la segunda guerra mundial, y aunque proponen situaciones irrealistas, como el control capilar de las fronteras, cuentan con un importante apoyo popular, en parte por ser soluciones tangibles y de fácil comprensión para una población que recibe información amenazante. Pero el desafío también es serio por las carencias de propuestas claras y operativas de los partidos democráticos para construir un nuevo orden global que enfrente con valentía las injusticias hoy existentes.


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