Próximo el Centenario de nuestra Constitución, vale reiterar que se trata de una fecha singular en nuestro calendario cívico; la más importante, porque es la referencia a una gesta colectiva de enorme significación: confeccionar una Constitución para la nación. Al constituirse política y jurídicamente, una nación delinea su ser y su deber ser.

La fecha no es, ni puede ser, sólo un día dentro de nuestros fastos cívicos. Es necesario centrar el significado de nuestra Constitución en la visión del Constituyente originario y de las realidades actuales. Su encuentro con las transformaciones de aquí y del mundo, y la ineludible referencia a la actual o a una nueva Constitución.

Hace 99 años se aprobó la Ley Fundamental que amalgamaba viejos y nuevos derechos: Se ponía el acento de la justicia social en México. Asumieron el liberalismo decimonónico y replantearon la cuestión social. Democracia, libertad, justicia como pilares de la nueva Constitución. Finalizada la lucha armada, impulsaba la certidumbre del Estado de derecho; compromiso perenne que incumbe a sociedad y gobierno. Estado de derecho, a la manera kelseniana, pues un Estado carente de derecho es sólo fenómeno de fuerza, y el derecho sin el Estado es sólo idealidad normativa sin efectividad. Es el compromiso existencial del Estado mismo y la expresión que se opone a la anarquía y al autoritarismo.

La Constitución de Querétaro recoge la realidad mexicana; ninguna delinea mejor las aspiraciones populares. El constitucionalismo social mexicano surge de esa compleja realidad, con afirmaciones y negaciones. La Constitución y el Estado Social de Derecho inscrito en ella, son respuestas nacidas de un acuerdo político, acaso el más importante de nuestra historia.

Desde 1917 hemos sabido preservar y transformar la Constitución; ésta se actualiza y cobra una nueva vitalidad, porque vive también la transformación social.

Es cierto que nuestra Constitución conjunta una rectificación política y una reivindicación social, y guarda congruencia con los cambios sociales. Sin rupturas ni desprendimientos, proclama igualdad ante la ley y al mismo tiempo reconoce las diferencias que fundan los derechos sociales.

Ahora los escenarios han cambiado; el siglo XX afirmó nuestra pluralidad. En el mundo quedaron las cicatrices de las guerras mundiales. El tránsito al nuevo siglo va de la mano con la globalización y una recomposición de la geografía política mundial; la desintegración de la URSS, por sólo citar un ejemplo, acreditó que lo que hoy amaga la viabilidad de los Estados-nación es su inconsistencia para vivir en democracia y libertad, aspiraciones legítimas de sus habitantes.

Combatir pobreza e insuficiencia es la más alta prioridad; el federalismo ha tenido avances en función de la eficacia social; la democracia se fortalece con órganos electorales independientes; el Poder Judicial se transformó y afirmó su independencia; el órgano legislativo, plural por excelencia, juega hoy un papel definitorio.

Por éstas y otras razones, México no requiere una nueva Constitución; requerimos vivir a plenitud la que tenemos, conocerla, difundirla, imbuirnos de sus principios, acuerdos y horizontes. Nuestra Constitución hace viable a la nación porque también previó su reformabilidad. Por esa vía es perfectible en su ordenación y depuración técnico-jurídica. Legisladores, académicos, universidades, pueden construir valiosas aportaciones que el Constituyente Permanente analice y pondere.

Cada 5 de febrero volvemos al origen de nuestra voluntad común de vivir conforme al Derecho, fuente de legitimidad democrática y soporte de la justicia social y de la libertad; en la inminencia de su Centenario, tiene que ser, además, motivo de reflexión profunda y de auténtico compromiso colectivo en tanto síntesis de nuestra indispensable unidad nacional.

Senador de la República

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