En la historia europea contemporánea que se circunscribe al ámbito de la Unión Europea, se puede decir que una de las señas de identidad ha sido el buen gobierno, entendido como el Estado de Derecho: el prevalecer de la ley y la democracia por encima de voluntades particulares. Al ser parte del ideal europeísta, este elemento se tradujo después de la Segunda Guerra Mundial en una convergencia ideológico-política como una medida para evitar los totalitarismos tanto nazi-fascistas como los de origen comunista.

En un contexto de incertidumbre regional y global, caracterizado por una crisis de confianza en las instituciones (tanto estatales como comunitarias) y potencializado por una serie de crisis financieras, conflictos bélicos en las proximidades regionales (Ucrania en Europa oriental y Libia y Siria en Medio Oriente, por citar los casos más conocidos) y el sentimiento de pérdida frente a un proceso “imparable e ingobernable” como la globalización, ha resurgido la ideología política de extrema derecha, que por mucho tiempo estuvo minimizada, gracias al propio funcionamiento político-institucional que ha caracterizado a Europa.

Esta extrema derecha tiene diferencias significativas acorde al contexto nacional, pero al mismo tiempo los partidos afines comparten una serie de características: algunos extremistas, varios xenófobos y la mayoría euroescépticos, es decir, contrarios al proceso de integración de la UE. Asimismo, la razón de llamarlos partidos populistas descansa en el uso del lenguaje retórico con un gran poder de convencimiento sustentado en la táctica del discurso de que son “la defensa de la gente ordinaria”: hombres y mujeres alejados de las élites partidistas nacionales y de la burocracia comunitaria de Bruselas.

A este discurso de defensa se ha sumado un nuevo factor: el terrorismo de fundamento extremista religioso que ha sido ligado con el fenómeno de la inmigración. Lo que resulta paradójico aquí es el uso retórico-discursivo del miedo relacionado con dos temas que no pueden ser entendidos ni abordados en otro marco que no sea el transnacional/intra-regional, por parte de movimientos populistas que se asumen como baluarte del nacionalismo.

A nivel nacional destacan los siguientes casos. El Partido Popular Danés y el Partido de los Verdaderos Finlandeses han sido la segunda fuerza más votada hace ya un tiempo y forman parte de los gobiernos de coalición. En las elecciones regionales de marzo de 2015, el Frente Nacional francés revalidó su fuerza electoral de cara a las elecciones de este año. Un año después, en las elecciones regionales de tres Lander, Alternativa para Alemania se situó como segunda y tercera fuerza. Y el más reciente ejemplo: si bien la victoria no fue para el Partido por la Libertad neerlandés, éste obtuvo 13%, cifra que lo colocó como el segundo partido.

En todos estos ejemplos un común denominador ha sido el discurso antiinmigración, concretado en la figura de los refugiados, y de refuerzo del nacionalismo como medida más eficaz para garantizar la seguridad. El foco principal de estos resultados y de las proyecciones para las elecciones que se llevarán a cabo durante 2017 —el próximo domingo en Francia— es preguntarnos por qué la población confía su voto a estas formaciones. Más allá de caer en el argumento populista, es necesario considerar que las respuestas a muchos de los problemas reales por parte de las formas clásicas de la política han distado de ser claras y contundentes. Esto ha minado la legitimidad democrática de las instituciones.

El futuro de la extrema derecha en Europa pasa por la efectividad que tenga en su búsqueda de menoscabar los valores de tolerancia, apertura y pluralidad. Estos valores son la base de lo que hasta hoy día, y 60 años después de la firma del Tratado de Roma que dio origen a la entonces Comunidad Económica Europea, sigue siendo la razón inicial de la UE: la búsqueda de la paz.

Internacionalista y especialista en integración europea.
agarciag@comunidad.unam.mx

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