Para la magnitud de la crisis de 2008 no son sorprendentes las primeras manifestaciones serias de proteccionismo. Tampoco que surjan en países desarrollados: Europa y Estados Unidos. Éste último, es el país que más ha cedido su mercado interno a las exportaciones de otros, notablemente China y México.

Las reacciones no son en realidad contra el libre comercio, sino contra los excesos de los tratados que bajo el paraguas de libre comercio incluyen otras cosas, como la protección de inversiones, de propiedad intelectual y de movimiento de capitales o trabajadores que no son siempre del interés nacional de países soberanos. La campaña estadounidense ha puesto la pérdida de empleos en las manufacturas en la parte central del debate.

En efecto, lo que hizo indiscutible, incluso para la teoría económica, el modelo original de libre comercio es el supuesto de que cada país utiliza sus propios factores de producción y, al poder comerciar con el exterior, eleva su nivel de empleo. El intercambio permite elevar el empleo en los dos países que comercian y con ello el bienestar económico. La exportación de trabajadores de un país a otro hubiera destruido este modelo en su origen.

En la práctica, desde la segunda parte de la década de 1990, el libre comercio se distorsionó con medidas que cada vez limitaban más la capacidad de cada país de apoyar sus sectores productivos. El comercio se convirtió en un fin en sí mismo y no en el resultado de mayor industria con aumento de producción y empleo. Más aun, cuando China sí pudo dirigir su propio crecimiento y lo apalancó en exportaciones para crecer durante décadas más de 10% por año. Así, acumuló grandes superávits de comercio y enormes reservas de dólares, que la convirtieron en el principal acreedor externo de Estados Unidos.

La crisis económica de 2008 fue la primera advertencia de que estos desbalances de comercio no podían continuar. Por la insistencia de países en reducir su demanda interna, la poca corrección a este problema fue con devaluaciones cambiarias. El ejemplo más reciente es la zona euro, cuya recuperación incipiente es sólo por esos superávits y por el abaratamiento de la energía.

Otra parte del cambio post-2008 es que no hay tolerancia a déficits comerciales grandes o a concesiones a otros países que sean vistas como excesos de la globalización.

Europa es de nuevo el mejor ejemplo. Los flujos migratorios masivos amenazan destruir el proyecto de integración europea. Alemania, el país con mayor capacidad negociadora en ese bloque, ahora reniega de la agenda de la burocracia europea, en Bruselas, en su pretensión de avanzar en la unificación bancaria y financiera a tal punto que plantea una sola representación europea en el FMI. Inglaterra irá a un referéndum, forzada por los excesos de suplantación de su autoridad nacional por la autoridad centralizada de Bruselas y la meta de “una Europa cada vez más cercana”.

El sentimiento nacionalista también ya despertó en Estados Unidos. Los dos candidatos que mayor entusiasmo provocan entre sus seguidores (Donald Trump y Bernie Sanders) se oponen a la pérdida de empleos que atribuyen en gran medida a los tratados de libre comercio.

Es claro que ya surgió una barrera a las tendencias integracionistas en Europa, a la tolerancia de la migración y a los tratados de libre comercio. De ahí que el Tratado Transpacífico esté completamente fuera de época.

La lección es que cuando no hay empleo remunerativo y percepción de bienestar y oportunidades para la mayoría, no es momento político para agendas internacionales.

Analista económico

rograo@gmail.com

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