Imaginar mundos en palabras consume energía. Toda escritura de novela implica investigación, antes y durante el proceso. Esta investigación previa es evidente en novelas de corte histórico, donde es necesario conocer registros, libros de historiadores, artículos, documentos de primera mano incluso (piénsese en Noticias del imperio, de Fernando del Paso, cuya escritura le tomó 20 años). En otros casos la investigación es de atmósfera —espacios, calles, paisaje, tipo de lugar; otras de oficios y dedicaciones (como la que hizo Ian McEwan para escribir Sábado, donde el personaje es un neurocirujano y no sólo tuvo que hablar con especialistas sino observar operaciones, o Vikram Seth para la escritura de Una música constante, que se asesoró con músicos en un cuarteto de cámara). Otras sobre personajes o referencias como La muerte de Ricardo Reiss, de José Saramago, donde el heterónimo de Pessoa, caracterizado por el poeta, es el personaje de la novela. En ocasiones, la investigación es de lenguaje, del habla de los personajes para dar naturalidad. En otras basta la observación de conductas, tipos, caracteres. Unas y otras consumen tiempo, dedicación. Resulta difícil imaginarse qué era esto en tiempos donde no había Internet. Joseph Conrad escribe del mundo náutico que conoció, incluso del Congo en África, donde estuvo, pero para escribir Los duelistas, ese insensato duelo en tiempos de guerras napoleónicas entre dos militares (a veces contrarios, a veces del mismo ejército), tuvo que hacer la tarea de mirar un tiempo que no fue el de su vida: conocer vestimenta, códigos de guerra y duelo, rangos militares, y el cambio de todo ello a lo largo de las décadas que abarca el encuentro de los duelistas. (Por cierto, la película es un clásico que se sigue disfrutando).

Las máquinas de búsqueda que usamos ahora desde nuestra casa, el café, el aeropuerto, incluso tirados en la cama, son instrumentos que ahorran movimientos, energía, desvelos, musculatura para cargar libros, pesos que hay que desembolsar. Digamos que ir tras una referencia en una biblioteca o hemeroteca, implica traslado, trámites de acceso, uso de ficheros o pantallas, espera por el material (si está disponible), cargarlo, ojearlo, anotar, tener hambre, salir, regresar, volver otro día. No que no haya placer en ello (es un privilegio), pero implica cierto ritmo, cierta energía, cierta actitud. Al menos que nos ocurriera algo similar a Daniel Defoe que, para escribir Robinson Crusoe, precisó de un informante de primera mano en la cárcel, el propio náufrago de la Isla de Pascua, quien luego le reclamaría haber usado su historia. Si queremos escribir sobre un náufrago hay que hacer la tarea de investigar.

Algún ocio matemático podría encontrar la cifra de ahorro calórico y de tiempo que encontrar libros, bibliotecas del mundo, artículos, fotos, cuadros, música, mapas, datos, detalles nos ahorra el Internet. El don de ubicuidad está allí, tan pronto nos podemos meter con el pasado remoto como con información reciente, explicaciones químicas, poemas que nos dan frases, imágenes que nos provocan o aclaran, palabras cuyo significado precisamos, como estar en una calle de París o Culiacán, o ver el desierto de Atacama desde el cielo. Hay mucho pasto para que el material sea accesible, aunque no bastará, porque oler y escuchar, porque ver y caminar son experiencias insustituibles en las indagaciones y los mundos que luego son escenarios de palabras en los textos.

Investigar, pensar, imaginar, organizar, editar son sólo parte de las tareas para lograr que los mundos de palabras persuadan de realidad.

Escribir cansa y la vida afuera es necesaria. Por eso Hemingway después de su jornada de cuatro o cinco horas, nadaba y se iba por el trago y la comida, bien merecidos, al Floridita en La Habana. Se desconectaba de sus mundos de palabras y los datos que necesitaba hasta la jornada siguiente donde afilaba el lápiz y limpiaba la goma.

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