Las tendencias de algunos medios a situar a México como el peor de los mundos —y a sus actores públicos a inmolar, como culpables de todo— están conectando con una franja de audiencias y lectores dispuestos a normar dócilmente, con esa visión, su conocimiento del día a día en sus entornos económicos, políticos, culturales e incluso deportivos. A partir de esas tergiversaciones, los consumidores de esos medios suelen modelar sus actitudes frente a personas e instituciones. Y, lo más grave, con base en tales deformaciones ‘noticiosas’, algunos de ellos determinan sus comportamientos y toman decisiones personales, corporativas o grupales.

No se crea que el fenómeno se limita a sectores desescolarizados: afecta también a personalidades de alta escolaridad, ya sea en su condición de muestras vivas de la crisis de la educación superior, o por una especie de expandido analfabetismo mediático en las clases altas, no siempre las más ilustradas, bien, por predisposición a asumir versiones de la más baja calidad informativa, siempre que embonen con intereses o compromisos propios. Y por allí sí que nos podríamos estar encaminando al peor de los mundos. El juego parecería consistir en plantarse en ese peor de los mundos de cada quién, para desde allí afrentar al acusado en turno y abatirlo con sentencias mediáticas elaboradas desde las más acabadas piezas de desinformación.

De trascendidos. Este juego destructivo está llegando a la cobertura que hacen algunos medios de los procesos para renovar los mandos de dos de nuestras más importantes instituciones universitarias, la UNAM y El Colegio de México. A diferencia del revelador trabajo periodístico realizado por EL UNIVERSAL, con su serie de entrevistas a los aspirantes a dirigir nuestra máxima casa de estudios —y de las respuestas programáticas que, en general, aportaron los entrevistados— no podía faltar algún interesado en la sucesión del Colmex gestionando versiones periodísticas contra otro, ni podía faltar el medio que le hiciera el juego, ni, lo peor: el académico dispuesto a formar su criterio por un trascendido sin fuentes ni precisión sobre el o los supuestos destinatarios de alguna supuesta injerencia gubernamental en el proceso.

Contribuye a activar esta dinámica la adicción del medio académico a lo políticamente correcto: a recelar públicamente de todo aquel sospechoso de tener alguna liga con funcionarios gubernamentales, a los que, por otra parte, el receloso trata a veces de ligarse él mismo. Esa corrección política a su vez suele apostar por el fenómeno del ‘pensamiento grupal’, por el que los miembros de un grupo pretenden aislarse de toda influencia exterior a la vez que rechazan los datos y enfoques alternativos a los dominantes en el propio grupo, con la consecuente pérdida de capacidad crítica. Originado en la sicología en los primeros setentas del siglo pasado, pero naturalizado en los estudios de comunicación, el concepto de ‘pensamiento grupal’ se ha replanteado en este nuevo siglo de cara a las comunidades de este corte que suelen promoverse como infalibles e invulnerables en las redes sociales.

El reto mayor. Pero hay un reto mayor frente a una parte del sistema de medios que tiende a erosionar la confianza en el sistema político, entendido éste en su más amplia expresión, del que forman parte, o dependen, quiéranlo o no, las instituciones de educación superior. Contra las elaboraciones mediáticas de un ‘peor de los mundos’ para cada mexicano o cada grupo social, alentadas con frecuencia en los medios desde dentro del sistema, urge un esfuerzo de eficacia política de todos: gobiernos, grupos sociales y partidos, para refundar, en esta etapa de construcción de nuestra vida democrática, la creencia de los ciudadanos en su propia capacidad para influir en el sistema político. Ello, si no se quiere que siga cundiendo la creencia de incompetencia interna, estructural del sistema, al lado de una percepción de ineficacia externa del conjunto de los actores públicos.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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