Con una población menor a la de Veracruz o Jalisco, Cataluña y sus elecciones han sido noticia principal en toda España y también en todas las capitales europeas. Fue una elección sin ganadores relevantes y con muchos perdedores. Así se ve en los medios españoles. Y así se expresa, con diversos matices, en los encuentros con colegas de diversos puntos de la globalidad académica cada vez más presentes en los programas de la Universidad de Navarra, a donde llegan ahora los libros de la nueva colección de Comunicación del FCE (y desde donde viajan estas notas).

El del domingo fue un resultado que no trajo serenidad a los corazones inquietos por los escenarios de secesión, ni excitó más la mente febril de los cruzados de la liberación catalana del supuesto yugo español. Quizás el atractivo internacional de la elección, en una entidad que en México estaría en el quinto lugar por número de habitantes, está en el síndrome catalán, entendido como expresión local y localista de un sentimiento global y globalizador de malestar: lo mismo en el Estado español, el mexicano y muchos más, que en la democracia o en la política, en el sistema de partidos e instituciones o en las propuestas antisistema o antipartido. Nadie se salva del juego perder-perder.

Malos humores. En Cataluña no hay quien no reivindique algo de lo que, se supone, el sufragio le dejó. Y en esto de perder y arrebatar llevan mano los medios españoles, de los que México heredó sus prácticas de clientelismo político. Así, el Diario de Noticias, tabloide centro-izquierdista de Pamplona, nos despertó el lunes con su cabeza de portada: Victoria independentista. Pero enseguida, el madrileño tabloide derechista El Mundo nos espetó lo contrario en su principal titular: La mayoría de los catalanes dice no a la independencia.

Los dos llevan verdad y engaño. La cabeza de la ‘victoria’ se refiere a que los independentistas (des) unidos obtuvieron la mayoría en el Parlament, lo que, en todo caso, les permitirá formar gobierno dentro del estatus actual. Y la del ‘no’, a que faltaron tres puntos para la mayoría absoluta de votos por la independencia, con lo que se evitó un plebiscito por la escisión. Pero el tema polarizó a los catalanes en dos mitades. Y aparte de la fragmentación entre las diversas formaciones —y de la cantidad de siglas mareadoras de los partidos y los antipartidos en juego— destacó también el mal humor al interior de cada formación. Nada que no hayamos visto en los equivalentes mexicanos, o que no estemos viendo en la zafiedad racista del populismo antimigrante de Trump, al que aludió el presidente Peña en la ONU.

Autodestrucción. El síndrome, o el desmadre catalán, como tituló su artículo en El País, John Carlin, se expresó lo mismo en el independentista antisistema Baños, a la greña con el independentista del sistema, Artur Mas, que en el derechista Aznar, contra la estrategia del también derechista Rajoy, mientras la dirección catalana del partido de ambos celebraba que su derrota hubiera favorecido al movimiento antipartido de derechas: Ciudadanos. Y éste, además de aplastar en Cataluña a los dos partidos grandes, PP y PSOE, arrasó con el movimiento alternativo de izquierdas, Podemos, la estrella en ascenso de la política española hasta hace unos meses.

Es que los tiempos de la decepción política se aceleran hoy dramáticamente, dice el profesor del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática, Daniel Innerarity. Y acaso en eso confían los amigos mexicanos que andan por desbancar a Morena, ¿nuestro ‘Podemos’? con algún Bronco que encabece nuestro Ciudadanos. Por lo pronto domina aquí y allá un afán de desprestigio, una pulsión autodestructiva y la imbecilidad organizada y contagiosa en internet, con su matonismo intimidante, advierte el también malhumorado escritor madrileño Javier Marías. El síndrome catalán se agrava en la imposibilidad de una democracia deliberativa, inteligente y sosegada… en 140 caracteres.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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