La del cielo parece una historia arcana. Aunque desde la antigüedad se ha podido descubrir algo de su trama, todavía permanece como una conjetura y con frecuencia resulta indescifrable. Sus representaciones no han dejado de modificarse y refutarse: se le ha imaginado, recuerda Jean-Pierre Verdet en El cielo, ¿caos o armonía?, como una inmensa bóveda formada por una sustancia sólida sobre la cual las estrellas están adheridas como las que decoran los techos cimbrados de las iglesias”, se ha sostenido que esa bóveda esta hecha de “una sustancia líquida a la que impide hundirse una fuerte presión atmosférica y sobre la cual los astros se deslizan como las naves sobre un mar tranquilo”, se le ha descrito como cúpula, dosel, campana, el reverso de una copa, un paraguas que gira sobre su mango, tienda, tortuga y los galos, “según parece, no lo consideraban morada de los dioses sino simplemente como origen de los fenómenos atmosféricos; el cielo era un techo sólido que no temían que fuera a caer sobre sus cabezas... e, incluso en ese caso, lo hubieran sostenido con sus lanzas”.

No sólo los astrólogos han advertido que determina el devenir íntimo del hombre. Inexorablemente, desde la antigüedad, se adivinó que el sol y la luna marcaban el curso del día y de la noche, de las estaciones y de los años, y que una estrella o un planeta, como la Estrella Polar, como Venus, podía importar una guía, una señal o un augurio.

También la astrología ha revelado que el cuerpo humano puede ser una representación del Zodiaco, que sus componentes se rigen por los diversos signos.

No por azar, el conocimiento de los astros derivó en un culto. Con frecuencia, las cosmogonías han hallado el origen de la creación en el sol y la luna, que se identificaban con los dioses y a los que se le atribuían poderes benéficos y maléficos. Una estrella, un planeta o un cometa podía anunciar venturas y desgracias. Venus, por ejemplo, ha sido considerado como el presagio del día y de la luz, y asimismo como el que conduce a las tinieblas porque precede al amanecer y a la noche. Se le interpreta como un símbolo de la muerte, pero también del renacimiento.

Se dice que hay estrellas todavía visibles que ya no existen y fantasmas de estrella. Coppelius, que afirmaba ser discípulo de Cagliostro, sostenía que “sólo los iniciados pueden comprender el firmamento” y que resultaban pocos aquellos a los que les había sido dado ver las estrellas; “para poder ver las estrellas”, escribió en un almanaque de 1798, “se necesita conocer la obscuridad”.

Coppelius propagaba la idea de que, como muchos, Herodes había visto la Estrella de Belén, pero no la había reconocido. Sin embargo, Matías “El Hereje” sugería que Herodes creía haber visto la Estrella de Belén, pero un nigromante egipcio le advirtió que se trataba de una estrella falsa que había aparecido para engañarlo, que si decidía seguirla, se perdería.

Algunos teólogos sostienen que dos libros del Antiguo Testamento, Números e Isaías, anuncian la Estrella de Belén. Isaías profetiza: “Los gentiles vendrán a tu luz y los reyes acudirán al esplendor de tu brillo” (Isaías 60.3). Sin embargo, sólo el evangelista San Mateo, que era publicano, refiere que los magos supieron del nacimiento del Rey de los Judíos porque habían visto “su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo” (Mateo 2.2) y “la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos hasta que llegó y se paró arriba de donde estaba el niño. Al ver los magos la estrella sintieron grandísima alegría y entrando en la casa vieron ahí al niño con María, su madre, y postrándose lo adoraron” (Mateo 2.9-11).

Dieciséis siglos después, según el calendario gregoriano, recuerdan, entre otros, Jorge Cubría y Enrique Joven Álvarez, el matemático y astrónomo imperial Johannes Kepler creyó ver esa estrella en Praga, en una extraña conjunción con Júpiter y Saturno, lo cual se interpretó como un presagio: Estrella nueva, rey nuevo. La conjunción descrita por Kepler también puede identificarse en unos manuscritos babilonios de la escuela de Sippar.

Un peculiar relato búlgaro de ciencia ficción, que creo haber leído en una antología editada en Cuba, narraba la vida en esa conjunción como un eterno retorno del que sólo era posible salvarse guiado por esa estrella nova que, en realidad, está en todas partes.

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