“Cada época imprime su huella a la caoba”, escribió Boris Pilniak al rememorar la historia del mueble ruso. “Los nombres de sus maestros han sido borrados por el tiempo. Floreció por obra de unos cuantos solitarios en los sótanos de la ciudad y del campo... en tabucos situados detrás de las habitaciones de los siervos. Este arte vivió en la amargura del vodka y la brutalidad. Jacob y Boulle no fueron sus maestros. Siervos adolescentes eran enviados a Moscú, a Petersburgo, a París y a Viena, y allí aprendían el oficio. Regresaban después de París a enterrarse en los sótanos de Petersburgo, o de Petersburgo volvían al campo, a los tugurios de los siervos y allí creaban. Algunas veces un artesano empleaba decenas de años para tallar un canapé o un armario, o una librería de caoba. Trabajaba, bebía y moría, dejando su propio arte como herencia a algún sobrino, ya que no se le permitía al maestro tener hijos propios. Y aquel sobrino se ponía a copiar el arte de su tío. El artífice moría, pero los objetos vivían aún un siglo más en los palacios del campo o de la ciudad, y, en medio de ellos, se amaba, en los canapés se moría, en ciertos cajones de los armarios se escondía una correspondencia secreta, las jóvenes casaderas examinaban en los espejos de sus tocadores su propia juventud; las viejas, su vejez”.

Como ciertos objetos, como la vestimenta, como un anillo o una joya, los muebles pueden revelar algo íntimo del devenir de la historia. En ellos permanece más que un estilo o un gusto: rococó, barroco, Biedermeier, clásico. Pero cada mueble guarda asimismo una historia propia que contiene otras historias con frecuencia familiares y en la que a veces, como lo recordaba Pilniak, intervienen ebanistas que ya no construyen porque han sido sustituidos por las fábricas de muebles. Logran vivir años gracias al vodka. “Se conforman con reparar las antiguallas; han asimilado todas las costumbres y tradiciones de sus tíos. Se les ve siempre con un humor melancólico y taciturno. Se enorgullecen de sus obras igual que los filósofos y las aman como los poetas a las suyas. Continúan viviendo en el subsuelo. A un maestro de esta especie no se le puede mandar a la fábrica de muebles, como tampoco se le puede convencer de que reparen un objeto posterior al periodo de Nicolás I. Ese individuo es anticuario y restaurador. En el desván de una casa moscovita o en el tapanco de una propiedad rural salvada del incendio encontrará una mesa, un espejo, un diván, de los tiempos de Isabel, de Alejandro, de Pablo, y con aquello se encerrará durante meses en el sótano. Fumará, meditará, lo medirá a ojo de buen cubero para recuperar la vida de las cosas muertas. Amará aquel objeto. Tal vez encuentre un atado de cartas amarillentas en el cajón secreto de un armario. Es restaurador, contempla el pasado, el tiempo detenido de las cosas”.

Un mueble puede ser más que un recuerdo en el que convergen recuerdos ignotos. La presencia de la cómoda que perteneció a un antepasado desconocido, la bisabuela, por ejemplo, depara en ocasiones algo semejante a un afecto que le confiere identidad a las fotografías de la parentela que pocos reconocen. Sin embargo, esa cómoda pudo haber pertenecido antes a un extraño, cuya memoria prevalece inquietantemente en ese mueble. En una tienda de antigüedades de Edimburgo, un anticuario encontró un escritorio de Robert Louis Stevenson que antes había pertenecido a un usurero.

En la “Historia del anticuario”, intercalada en el Muestrario del mundo o libro de las maravillas de Boloña, Eliseo Diego refiere que un anticuario de la Habana vieja creía que cada pieza de su almacén, “aparte de su probada autenticidad, debía tener su propia historia”, por lo que le urdía una cuando la ignoraba o consideraba que carecía de ella.

Eliseo Diego sabía asimismo que en una mesa ocurren conversaciones y silencios, encuentros y desencuentros, oraciones y juegos, asombros y confidencias, y, sobre todo, rituales cotidianos que van conformando la saga familiar. En un poema impreso en Cuatro de oros, se detuvo en la mesa redonda en la que desde niño se sentaba a comer, “el pan lo sabe”, la que presidió su padre, “no importa cómo”.

Luego cambió la luz, y yo de sitio.

Mi padre ya no está donde solía.

La mesa grande y dura,

la mesa de caoba permanece,

y en tanto la presido como puedo

miro soñar en sus recodos mágicos

a mis tres hijos: aun las naves

humean con noticias de la dicha

y arriban cautas a la nieve.

A solas hoy la encuentro en el crepúsculo,

desollada y vacía:

qué de arrugas: de veras está vieja

sin gualdrapas litúrgicas, desnuda,

no es más que cicatrices

aferrándose ciegas a su forma.

Estar así los dos entre lo oscuro,

¿no es acaso entendernos? Quédate,

le digo. Y acaricio

el círculo perfecto que me ignora.

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