El 26 de diciembre de 1988 (cuando el sistema soviético comienza a colapsar con su retiro de Afganistán y cuando triunfa el plebiscito en Chile que rechaza a Pinochet) circuló una carta abierta redactada por el escritor cubano Reinaldo Arenas dirigida a Fidel Castro Ruz. La carta —que traduzco del inglés del New York Times Review of Books, donde apareció el 6 de febrero de 1989 (está en línea)— dice:

“El primero de enero de 1989 habrá usted cumplido treinta años en el poder, sin que hasta ahora se hayan llevado a cabo elecciones para determinar si el pueblo de Cuba desea que continúe usted siendo Presidente de la República, Presidente del Consejo de Ministros, Presidente del Consejo de Estado y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas.

“Siguiendo el reciente ejemplo de Chile —donde, después de quince años de dictadura, el pueblo ha podido expresar libremente su opinión sobre el futuro político de su país—, por medio de esta carta le demandamos que realice un plebiscito en el que los cubanos, mediante el voto libre y secreto, puedan expresar con un simple sí o no su conformidad o su rechazo a que continúe usted en el poder.

“Para que este plebiscito se efectúe de manera imparcial resulta esencial que se cumplan las siguientes condiciones:

1. Que se permita a todos los exiliados volver a Cuba y que, como a los demás sectores de la oposición, se les permita hacer campaña en los medios de comunicación (prensa, radio, televisión, etcétera).

2. Que se libere a todos los presos políticos y se suspendan las leyes que impiden la libre expresión de la opinión pública. La creación de un comité internacional que supervise el plebiscito.

3. La legalización de los comités de derechos humanos en Cuba.

4. El nombramiento de una comisión internacional neutra que supervise el plebiscito.

“En caso de triunfar el no, correspondería a usted respetar la voluntad de la mayoría decretando un periodo de apertura democrática y convocando a la brevedad a una elección con la que el pueblo de Cuba podría elegir libremente a sus gobernantes.”

(Firmaban la carta, entre otros, Ernesto Sábato, Federico Fellini, David Lynch, Yves Montand, Susan Sontag, Eugene Ionesco, Fernando Arrabal, Jacques Derridá, Maurice Blanchot, Manuel Puig, Elie Wiesel, Czeslaw Milosz, Guillermo Cabrera Infante, Juan Goytisolo, Gerard Depardieu, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa y Saul Bellow.)

Desde luego no procedió la petición. Castro (que se habrá reído mucho) no se atrevió a hacer en Cuba lo que Pinochet en Chile: preguntar al pueblo. El contraargumento fue que la autoridad (nunca el autoritarismo) de Fidel era resultado de la política de los Estados Unidos: criticar al régimen de Castro equivalía a apoyar esa política.

Se trataba del mecanismo que el filósofo francés Jean François Revel llama “la amalgama” (en su libro de 1989, El conocimiento inútil). La “amalgama” consiste en acusar a alguno de aprobar el conjunto de las ideas de otro por coincidir con una de ellas (por ejemplo, dado que Hitler nacionalizó empresas, todo gobierno que nacionaliza es… hitleriano).

Fidel Castro era el gran actor de la amalgama en América Latina. Criticar a Castro en América Latina es “amalgamarse con Pinochet, pues Pinochet criticaba a Castro, lo que acarrea deshonra instantánea. Pero en cambio, si por criticar a Pinochet te amalgaman con Castro esto no supone deshonra alguna. Y sin embargo, ambos dictadores tienen las manos llenas de una sangre idéntica…”

El actor y el beneficiario: como todo dictador de izquierdas, continúa Revel, Castro “tiene la razón histórica y la moral socialista consigo. No se le pueden objetar las violaciones a los derechos humanos ni el fracaso de su sistema. Estas son crisis superficiales, lamentos simplistas, vulgar empirismo que olvida que toda revolución se inscribe en una dialéctica a muy largo plazo o, para ser más exactos, a un último plazo que no llegará jamás”.

El lema que proclama “hasta la victoria siempre” es la sentimentalización de esa decisión de anular el tiempo histórico y convertirlo en una espera perpetuada cuyo sentido consiste en no llegar jamás: una “fórmula mágica que permite rehusar perpetuamente el control de la realidad”…

Las abundantes izquierdas lloran en México al Caballo y ensayan las más hiperbólicas loas. El que menos, ya dijo que Fidel es el cielo prometido. Pues sí. En nuestras tierras, para ser un demócrata correcto es menester ser marxista, como lacónicamente sintetizó Revel. A casi treinta años de aquella carta, y aun difunto su destinatario, la victoria siempre continúa siempre…

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