En 1938 C.S. Lewis publicó la primera novela de su trilogía del espacio en la que denominó a la tierra como “el planeta silencioso.” Treinta y cuatro años después, en 1972, una pareja fundó una empresa para ayudar a viajeros con bajo presupuesto en sus travesías por lo que ellos denominaron el planeta solitario. La noción de un mundo silencioso y frágil, también llamado efecto perspectiva, fue retomada algunos años después por astronautas que regresaban del espacio. No así la idea de un planeta solitario que ha sido probada falsa e imposible por millones de usuarios del Lonely Planet; la famosa guía del viajero posmoderno.

El turismo es un fenómeno relativamente reciente. Durante siglos la idea de asociar el viaje al ocio o la recreación era un sinsentido; fue hasta el siglo XIX que la palabra empezó a ser utilizada y en torno a ella nació una industria. Sin embargo, el viaje y el turismo están disociados conceptualmente; el viaje hace referencia a una experiencia abierta sin un fin predeterminado. El turismo está atado a la idea de la vuelta y con ello al regreso; una breve inmersión en lo ajeno con un solo sentido: retornar a lo propio. En plena época vacacional el tema amerita una reflexión más amplia. Ante ello lanzo una pregunta ¿El turismo ha acabado con la posibilidad del viaje?

El turismo contemporáneo está construido como un perfecto manual de estandarización y domesticación de la aventura. Cada usuario siente su experiencia como única y trascendental pero al lado miles de turistas toman las mismas selfies o pretenden sentir la energía cósmica de alguna reliquia antigua. La finalidad del turismo contemporáneo es la reproducción del espacio de confort en un mundo externo. Es decir, construir ambientes artificiales que se asemejen en lo más posible a los ambientes familiares o se adapten al deseo intrínseco del individuo de lo que debe significa el exterior. Esto es cierto incluso del turismo de aventura y el llamado turismo extremo; clubs de afiliaciones con pequeñas inmersiones externas desde el confort de lo ya conocido.

La industria del turismo gasta millones y millones de dólares todos los años en vender la idea del escapismo. La palabra anglosajona get-away (escápate) acompaña imágenes de playas y selvas en las revistas especializadas. La idea del escape vende bien, pero sus implicaciones reales dejarían insatisfechos a la mayoría. La idea no es escapar sino evadir. Por eso el turismo es una actividad que ha sido premeditada y predeterminada por miles de personas antes de ser premeditada por el individuo en cuestión. Cuando uno decide ir a un viaje, ya han habido miles de personas que han ideado cuales son las cremas que se tienen que llevar, los sitios a los que se tienen que ir, e incluso los lugares que deben fotografiarse; no importa a donde vayas, ahí llevan mucho tiempo esperándote.

Erich Fromm decía que lo normal en un ser humano es querer ser diferente y por lo tanto ese deseo e ímpetu lo volvían absolutamente normal. En ese sentido la domesticación de la aventura y la necesidad de lo distinto han llegado a límites absurdos; en la India puedes contratar un tour por las favelas para conocer los extremos de la pobreza y en África puedes pagar para ser “voluntario” en comunidades pobres. ¿Cuántos lugares quedan para la aventura? El turista que va al Serengueti puede parecer más exótico y aventurero que el que se toma una foto brincando frente a la Torre Eiffel, pero en la realidad ambos están sometidos a la misma lógica de “la experiencia” como un producto que además es producido en serie.

A veces la mejor manera de evitar la aventura es una buena guía de turismo con recomendaciones de lugares “no-turísticos.” Por todo el mundo en los bares y restaurantes que recomienda el Lonely Planet, los mochileros que desean “adentrarse en lo no-convencional” se conglomeran en pequeños bares angloparlantes a comentar sus experiencias de viaje, conectarse al wifi y subir sus fotos al Instagram. En el mundo del turismo los ambientes cambian pero las dinámicas no; la aventura, la relajación, el riesgo, lo extremo, lo espiritual y hasta lo “no-turístico”, todos han sido registrada como marca.

Es imposible escapar a esta dinámica, de la Antártica a las junglas del de Nueva Guinea, del Everest a la Selva Amazónica, una simple búsqueda en Google arrojara guías, tips y agencias de tours; de los viajes solo queda la memoria literaria. El planeta solitario ha sido invadido y sobrepoblado por una nueva tribu que como sus ancestros se pinta la cara de blanco, se echa perfumes en el cuerpo para ahuyentar la picadura de los malos espíritus y sigue al líder portador de una bandera; los turistas posmodernos vagamos con nuestras guías y apps sin darnos cuenta que finalmente el turismo sí nos ha permitido un viaje sin retorno: ¡la posmodernidad no ha llevado de viaje a la prehistoria!

Analista político.

@emiliolezama

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