Si el crimen organizado transnacional fuera un país, su poder económico sería más grande que el de la mayor potencia financiera mundial, Estados Unidos. Tendría ganancias anuales equivalentes a 870 mil millones de dólares, de acuerdo con la Oficina sobre Drogas y Crimen de las Naciones Unidas. Frente a esa realidad, ¿qué tanta cooperación hay entre los países del mundo para frenar el gran negocio?

A juzgar por lo boyante y diversa que es la empresa global mafiosa, la respuesta es desalentadora. Tómese el ejemplo del hemisferio americano. Armas cruzan en millares desde Estados Unidos hacia el sur, compradas por los miles de millones de dólares que se generan por el tráfico de personas y de drogas desde Latinoamérica hacia el norte. Las fronteras no detienen ese flujo en ambos sentidos.

Ojalá se tratara sólo de negocios paralelos sin permisos oficiales. Va mucho más allá. Se trata de giros que extraen recursos de la economía formal y, más importante, que dañan o acaban con las vidas de personas todos los días.

Una entrevista de EL UNIVERSAL con Javier Eduardo León Olavarría, embajador de Perú en México, refrenda esta realidad. El representante del gobierno del presidente Ollanta Humala dice que Perú alista reforzar el control en aduanas y aeropuertos en ese país: “Tenemos información del lazo entre las mafias de droga: la presencia de colombianos y mexicanos en Perú; de peruanos en Colombia; de bolivianos productores de hoja de coca; del consumo en Brasil y la salida de droga de este país o Argentina. Es evidente que los cárteles tienen presencia”.

¿En qué se traduce lo anterior? Entre otras cosas, en casos como los canjes de equipaje de personas inocentes quienes luego son acusadas de cargar varios kilos de droga.

Reforzar las leyes no es suficiente. Los países tienen capacidad limitada para actuar frente a mafias conectadas entre sí en varios países. El caso de Óscar Álvaro Montes —acusado sin pruebas de cargar con 20 kilogramos de cocaína en una maleta que no era la suya— involucra a autoridades de distintos niveles en tres diferentes países. A las de Argentina, lugar de donde el joven salió; a las de Perú, donde el avión hizo escala, y a las de México, destino final del pasajero.

Se entiende que la solución no es simple. Hay desconfianza entre gobiernos, como el de Estados Unidos para con México, por lo que la corrupción puede hacer con la información filtrada. Es lógico, si no se puede controlar el tráfico de personas y mercancías, ¿cómo garantizar la secrecía en términos de información? Aun así, mal haría el hemisferio en resignarse. El crimen en todos los países del continente será imparable sin una acción coordinada que hasta hoy es casi invisible.

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